Volver a empezar
El mundo multipolar solo es garantía de un necesario cambio de ciclo. Pero si los que creemos en la humanidad tenemos alguna esperanza, esta solo puede encontrarse en un nuevo concierto mundial
Pocos parecen haber entendido que hemos entrado ya oficialmente en la era postliberal. Es como vivir en una película de zombis en donde aquellos cuya ideología está muerta (los zombi-liberalios) se resisten a aceptar la realidad e inundan en tromba las calles (digamos, los medios de comunicación) para intimidar a los que no somos de su secta y lanzar como cebo a la ciudadanía chuletones de Kobe podridos, cartillas de racionamiento de derechos, billetes de Interrail sin vuelta y vinos ajados de Riesling que ansían tornar kantiano el rebelde albariño. Prometen el paraíso, la autorrealización y el progreso, pero solo nos pueden dar restos tercermundistas y oenegeros de un primer mundo que hace tiempo que ha dejado de existir. Son los defensores de la mutación del estado hobbesiano en el Samaritanux Rex, esa bestia pretendidamente asistencial y universal que nos quiere enfermos en nombre de la liberalidad.
El liberalismo lleva décadas agonizante, enchufado a máquinas que mantienen sus constantes vitales, pero es como el vejete de El juego del calamar y quiere morir matando mediante la misma lógica de siempre: a saber, la desnacionalización masiva y la reducción de las sociedades del planeta a un rebaño de individuos flotantes henchidos de voluntarismo y helio. ¿Qué fue el movimiento woke si no un último espasmo del liberalismo, una delirante agonía? Todo aquel que mantuviese en activo un mínimo de sentido común sabe que lo woke fue un liberalismo estilo Inocencio VIII que necesitó, como el papa de infeliz memoria, transfusiones de sangre joven para sobrevivir aún a pesar de destrozar vidas incipientes, familias y la mismísima urdimbre social.
Pero, ¿qué sucede ahora que los wokes empiezan a esconderse debajo de las piedras? Pues que han pasado la antorcha “anti-fascista” de la presunta izquierda a la presunta derecha (digo presunta por decoro, pues izquierda y derecha siempre han sido lógicas liberalias). La alerta woke se ha transformado así en aviso anti-incendios contra los populismos contrarios al globalismo. Ha habido un cambio, un relevo, como si Irene Montero, Pam e Isa Serra hubiesen pasado el fuego liberal a los que siempre fueron la otra cara de la moneda, a los denostados antonios (digamos, Elorza, Caño, Muñoz Molina) para que ahora que las cosas se ponen feas, sean ellos, los que tienen gónadas masculinas y uretras invasoras, esos papás y hermanos mayores a los que han intentado castrar en pleno berrinche adolescente como a gorrinos, los que defiendan la conquista de derechos (admirable hipérbaton que reordenado significa: los derechos de conquista) de la doctrina del libre comercio y el libre cambio de sexo y la elección de pronombres.
El desconcierto es tan grande que hasta pareciese que hay libertad de expresión en los medios. Lean la sección de opinión de cabeceras de derecha y verán que ha estallado una guerra civil entre aquellos que aplauden la irrupción geopolítica del trumpismo como una realista muestra de que nos encontramos en un mundo multipolar y postliberal, frente a aquellos otros que afirman la supremacía unipolar liberal-americana y se muestran espantados ante una inminente invasión kazaja que implante entre nosotros las diabólicas semillas de lo ruso y lo chino. Para estos, cualquiera que no condene el trumpismo, el orbanismo o la deriva nacional-populista de Europa es sospechoso de un delito de alta traición a “nuestros valores”. Estos inquisidores de la correcta europeidad se superan semana tras semana en sus escritos, pero limitándonos a los últimos días seremos justos reconociendo que la palma pre-carnavalera debieran llevársela Javier Rubio Donzé, que considera casi-delictivo que se satirice a los liberales, y Ricardo Cayuela.
Por no enredar demasiado nos limitaremos a “Más Europa, no menos”, artículo en el que Cayuela afirma con una encendida retórica borrelliana que “Europa es un jardín, un museo y un refugio”. Según la liberalia y pacífica receta de este occidentalista, Europa para crecer y superar el actual momento populista necesita “que el cruce, el intercambio, la mezcla sea mayor, no menor” pero también “tener claramente identificados a sus enemigos internos (los islamistas, que no los musulmanes; y los patriotas, que no los conservadores)”. Han escuchado bien: los ciudadanos europeos patriotas son, en este liberalismo de resonancias ominosas (no pronunciaré la palabra germana por respeto a las ocurrencias peregrinas), enemigos internos, una quinta columna similar al islamismo radical. Pero no solo eso, sino que es preciso que “la mezcla sea mayor, no menor”, es decir, que no podemos emparentarnos con nuestra vecina/o del pueblo y ni tan siquiera con una conciudadana/o que venga de otra comunidad autónoma, sino que para evitar caer en nacionalismos debemos folgar con fines reproductivos -es decir, formar una familia- con ciudadanos de otros países de la Unión Europea. No piensen que estamos ante una apelación a la creación de una raza cósmica tipo Vasconcelos, sino más bien a algo que tiene el tufillo supremacista de las tesis sobre la raza europea de Fichte o Kant, pues entendemos que esta mezcla no debiera darse con rusos, ni chinos ni tampoco, en realidad, con húngaros orbanistas.
Cayuela no parece ser consciente de que sin el discurso patriótico no son posibles los niños. ¿Serían ustedes capaces de enamorarse (aunque fuese de un sueco/a o un alemán/a y no de un español/a) y de entonarse para la coyunda eugenésica con un europeísta como Urtasun, el Ministro de Cultura, imponiendo en las verbenas, karaokes y en Spotify música desnacionalizada a machamartillo como la de Xoel López, Los Planetas o, incluso, Muguruza? Sería del todo imposible: la ciudadanía europea de origen español quedaría reducida a individuos con perros que de cuando en cuando, en avanzada edad, se disfrazarían de garrulillos y se sacarían una foto tomándose un quinto de Estrella Damn como hicieron en su día Iglesias, Errejón y Garzón. Piensen, sin embargo, en un gobierno que nombrase Ministro de Cultura a un peligroso patriota como Víctor Lenore (lean sus textos para advertir la toxicidad plebeya de sus ideas). Sería matar dos pájaros de un tiro, y convertir el Ministerio de Cultura en el Ministerio de Familia, pues un españolazo como Lenore aumentaría exponencialmente la natalidad imponiendo en todas las radios y dormitorios del país, de cuando en cuando, reagueton bellaco (por aquello de hispanizar nuestra presunta alma europea), y siempre a la patriota Camela y su “Cuando zarpa el amor”. Es cierto que podría pasarse de frenada, renacionalizar a la cabra de la Legión, subirla a una escalera y servirnos en fiestas y días de guardar a todos leche de tigre, pero aún puestos en ese extremo en el que estaríamos predispuestos a entregarnos al amor y al intercambio feromónico, ¿no les parece esto mejor que estar siempre rodeados por perros y tener que beberse un Negroni?
El iluso fanfarronismo liberal
Es necesario, mal que les pese a todos aquellos que creen en jardines y santuarios europeos, volver a empezar, repensar cuál es nuestra posición en el mundo y preguntarnos hasta qué punto hemos estado viviendo engañados. El fraude ha sido tan grande que nuestras mismas élites parecen haberse auto-tuneado cuando acusan al trumpismo de suicida y traidor por avenirse a pactar con Rusia una salida a la guerra de Ucrania y por mostrar cercanía a la China de Xi Jinping. Si algo de racionalidad tiene el trumpismo es precisamente su lucidez geopolítica (Gaza y la criminal mentalidad sionista al margen, aun cuando Trump podría estar burlándola -o no- con sus disparatadas e imposibles propuestas de una Riviera gazatí). En este sentido, el fanfarronismo liberal otanero es incapaz de reconocer que la emergencia de un mundo multipolar no es una aspiración del trapaceramente denominado como eje del mal, sino una realidad mundial a la que Occidente debe adaptarse cuanto antes para no quedarse definitivamente descolgado. Trump, que lleva tiempo envidiando a Rusia y a China, parece haberse dado cuenta de que esto es así.
No es tan difícil descubrir que existe, de hecho, un mundo multipolar que ha emergido impulsado por los BRICS. Lean, por ejemplo, el reciente libro de Aníbal Garzón. Descubrirán, si es que no estaban ya al tanto por geopolítica curiosidad, que esta alianza postliberal de países y potencias está llevando a cabo un proceso de desdolarización de la economía mundial, creando instituciones alternativas pero garantistas a estructuras mafiosas como el FMI y el Banco Mundial o a mecanismos como el SWIFT, impulsando un comercio inaudito entre países del sur global sin la intermediación americana y, apostando, sobre todo, por una vía diplomática que hace del comeniños Putin (capaz de desbloquear las tensiones entre Pakistán e India o de apoyar la descolonización efectiva del Sahel de las garras de Francia) un hombre de paz ante los ojos de gran parte la población planetaria que no sea occidental. Todo liberal de pro debiera estar, por eso, ante un dilema ético que no puede postergarse más. Si el liberalismo era para ellos el mejor sistema político en asegurar la paz y la libertad, debieran aceptar que la opción abiertamente diplomática de los BRICS (más defensora del libre mercado real que el liberalismo) es una superación del marco liberal en todos los sentidos, pues es capaz, además, de incluir en su seno ideologías diversas y concepciones antropológicas diferentes.
El fanfarronismo liberalio, sin embargo, es irreflexivo por naturaleza. La defensa que hacen del mundo post-1945 que ha ya oficialmente naufragado es una apuesta (mortífera para España y gran parte de la Unión Europea) del matonismo estadounidense y su derecho a veto -su control absoluto- en todas las instituciones de gobernanza mundial. Trump, insistimos, parece haber entendido que tiene que inmiscuirse en el nuevo orden mundial para intentar que EEUU salve los muebles y adquiera una situación protagónica. Es puro realismo político. Fíjense, si no, en la reunión que han mantenido los secretarios de Estado de EEUU y Rusia en Arabia Saudí para encauzar las conversaciones que nos lleven al fin de la Guerra en Ucrania. Si bien Arabia Saudí aún no ha ingresado en los BRICS pese a ser invitada, lo que sí ha hecho es no renovar el acuerdo de 50 años que había firmado con EEUU en 1974 para vender a los americanos su petróleo en dólares a cambio de apoyo económico y militar. Es más, las autoridades saudís han firmado un acuerdo de desdolarización y uso de monedas locales con China que pone en cuestión de manera explícita la hegemonía yanqui. ¿No está Trump, al reunirse en Arabia Saudí con sus presuntos enemigos, proponiendo cooperación en un nuevo marco global que ya no puede ser atlantista?
No es cuestión de ser ingenuos: el mundo multipolar no es en sí garantía de nada más que de un necesario pero incierto cambio de ciclo. Pero si los que creemos en la humanidad tenemos alguna esperanza, por mínima que sea, esta solo puede encontrarse en un nuevo concierto mundial que pese a estar atravesado de cabo a rabo por la bestia transhumana (tan china, como rusa, yanqui o keniana), defienda en base a una lógica iliberal valores básicos como la natalidad y la familia. El enemigo sigue estando, sin embargo, dentro de casa, sea nuestra mansión la UE o el planeta transformado en realidad multipolar, pues si algo viene a cuestionar la revolución digital es la autonomía humana. Liberalios, iliberales o indecisos haríamos bien, por eso, en leer “Torso de Apolo arcaico”, el iluminador soneto de Rilke que nos confronta con el torso decapitado y desmembrado de una escultura griega que, sin embargo, mantiene todo el secreto esplendor de una vida humana que trasciende a la antigüedad y a la modernidad, para decirnos en su roto verso final que en estos tiempos postliberalios “DEBES CAMBIAR TU VIDA” atendiendo a la brújula del legado humano. No tiene sentido lamentarse por un orden mundial criminal en extinción. Basta con asegurarse de que lo que está naciendo no transite por los mismos caminos de sangre, pese que impedirlo sea una tarea tan titánica como la vida misma. No hay más remedio que volver a empezar, sea porque nos hemos caído o porque aquellos que iban delante nuestra han fracasado estrepitosamente haciendo que también nosotros nos hayamos despeñado barranco abajo sin que dispongamos de equipos de emergencia propios que nos vengan a rescatar.
Sobre el autor
David Souto Alcalde es escritor y doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Nueva York (NYU). Ha sido profesor de cultura temprano moderna en varias universidades estadounidenses. Especializado en la historia del republicanismo y en las relaciones entre política, filosofía y literatura, en los últimos años se ha centrado en explorar los fundamentos del autoritarismo contemporáneo: tecnocracia, poshumanismo y globalismo. Es colaborador habitual de distintos medios y miembro fundador de Brownstone España.
Gran texto, felicidades. El transhumanismo es imparable. Es de hecho la principal obsesión de las élites, sean de donde sean. Para quienes seguiremos siendo humanos y nuestras descendencias, me pregunto si no argumentas aquí que el ciclo que abrió la Ilustración se terminó y lleva como nombre, en términos post-ilustrados, multipolaridad. No hablo de tecnofeudalismo, término que solo describe bien el momento actual a condición de no saber qué fue el feudalismo. Hablo más bien de una salida de lógicas modernas, no solo liberales. Aunque el liberalismo haya sido el pilar de la modernidad, creo que lo que planteas aquí va más allá de la desaparición del marco antropológico liberal y apunta a la desaparición del marco antropológico moderno. ¿Es así?
Me quedan algunas dudas. Evidentemente, vamos a cambiar nuestras vidas, porque el modelo en que habitábamos ha expresado su contradicción, latente desde hace siglos. Como decía Cela, es más difícil componer la figura y cimbrearse ante un bidé con ruedas que ante un Mihura, porque ante un Mihura, si no te cimbreas, te cimbrean. Y estamos ya ante la bestia, sin que sirva de nada taparnos el rostro o buscar otro inexistente lado hacia dónde mirar.
Ahí ya no veo tan sencilla una solución de amparar la natalidad y la familia. No se ven afectadas por el cambio? No viene un cambio de paradigma en el que también quepa la posibilidad de que nos replanteemos esa continuidad biológica?
Todd también lo cree, como base para restaurar los valores éticos, pero, tendremos unos principios parecidos a los que queremos tener ahora una vez realizada la transformación?