Una historia de falsa bandera
Así se escribe la historia, a golpe de infamia, a golpe de titular. En muchas ocasiones es completamente falsa, en otras falsa a medias.
El shock pandémico
Esta semana se cumple en España el quinto aniversario de la declaración del estado de alarma decretado por Pedro Sánchez. Era yo una persona bien diferente por aquel entonces, más ingenuo quizás. Recuerdo con precisión aquel 14 de marzo, cuando escuché al Presidente Sánchez, con su meliflua retórica, suspender de un plumazo prácticamente todo el Título I de la Constitución Española. He de admitir que siento una cierta vergüenza por haberme dejado engañar, pero lo cierto es que las palabras de Sánchez, en aquel momento me aliviaron temporalmente, acallaron por momentos el ruido alrededor. Sin embargo, siempre me consideré un escéptico, un hueso duro de roer. En 2008, cuando cayó en mis manos La Doctrina del Shock de Naomi Klein, me convencí a mí mismo de que su lectura me confería cierta capacidad de anticipación en el caso de tener que vivir una situación similar a las descritas en aquel libro. Confiaba en saber distinguir un shock de bandera falsa cuando lo tuviera de frente, mirándome a los ojos. Y sin embargo, también fui engañado.
Al final, la distancia entre el sano escepticismo y la sumisión gregaria al relato común se mide en horas de televisión y radio, ya sean propias o ajenas. Paradójicamente, lo que acabó por convencerme de que todo aquello no era una simple argucia comercial para vender fármacos a los Estados sino algo más serio, fue un hecho cierto. El 13 de marzo de 2020, mi admirada Bea Talegón publicaba esta pieza sobre el famoso Evento 201, en que se hacía eco de un simulacro pandémico organizado por el World Economic Forum y la Fundación Bill y Melinda Gates que tuvo lugar de manera simultánea a los Juegos Olímpicos Militares de Wuhan, una cita deportiva que muchas evidencias señalan como posible evento súper propagador, precisamente a finales de octubre del 2019. El simulacro pretendía recrear las condiciones de una pandemia producida por un coronavirus que se transmitía desde un murciélago por vía zoonótica. Aterrado por la asombrosa similitud con lo que estaba comenzando a fraguarse, mi fuero interno empezó a cristalizar la convicción de que nos encontrábamos ante un acto de guerra biológica. Una convicción que conservo con matices, y que me ataba indefectiblemente a la narrativa del terror pandémico, convirtiéndome sin remisión en una víctima más del mayor ataque contra la mente ejecutado en Occidente.
Hoy día, la abrumadora evidencia señala el colapso del relato pandémico. El cuento del pangolín se ha demostrado falso, los perversos confinamientos preconizados por el WEF y Bill Gates no han traído más que ruina y muerte en exceso, las inoculaciones masivas y forzosas han supuesto una precarización evidente de la salud general, y lo que es peor, se ha sembrado de manera irreversible la desconfianza de una incipiente masa crítica de individuos hacia el sector médico y científico. Sin embargo, si bien todos los elementos de la arquitectura pandémica han ido resquebrajándose uno tras otro, hay que reconocer que la oficialidad del relato sigue gozando de un vigor notable en nuestro país. Gracias a los medios de comunicación, en gran medida, todavía es tabú manifestar en público las dudas y sigue criminalizándose cualquier atisbo de perspectiva crítica. En este contexto diabólico, y con los partidos políticos españoles lanzándose los muertos de la residencias de ancianos, el Gobierno de España ha decidido aprovechar el aniversario de la declaración inconstitucional del Estado de Alarma para lanzarse a una campaña de propaganda harto desagradable, con la voluntad evidente de salvar los muebles de su gestión y de paso apuntalar el relato de cara a la posteridad. ¿Cuántas veces hemos visto repetirse este patrón infame? ¿Cuántos hechos históricos considerados indubitados se han podido construir sobre mentiras semejantes?
El 11M y sus agujeros negros
El azar ha querido que en esta misma semana se celebre otra efeméride trufada de similar inmundicia, y si se quiere, con los mismos protagonistas. El 11 de marzo de 2004 tenía lugar en Madrid el mayor atentado terrorista de la historia de Europa, segando la vida de casi 200 personas inocentes, cuyo único pecado fue el de madrugar para cumplir con sus obligaciones. Todo el mundo conoce la versión oficial, escrita a fuego en la psique colectiva. El relato único ya forma parte en su literalidad de los libros de Historia. Sin embargo, poco se ha buceado en sus pormenores. Pocos conocen los detalles oscuros de ese sumario, y mencionarlos en público sigue resultando una proeza. Cierto es que la versión oficial, durante algunos meses, incluso años, estuvo en liza, producto de las dos trincheras construidas en vano por quienes pretendían sacar rédito de la masacre y de paso esconder sus vergüenzas. De un lado, aseguraban que había sido Al Qaeda. Del otro, se aferraban a indicios meramente tangenciales para afirmar que había sido ETA. A fuego lento se fue cocinando una narración definitiva de los hechos al calor de un proceso judicial del que pronto la opinión pública fue poco a poco desinteresándose.
Los que me conocen saben que el juicio del 11M me obsesionó durante cierto tiempo. Análogamente al shock pandémico años más tarde, este atentado supuso para mí un antes y un después, un cambio drástico en mis planteamientos vitales, un cambio que no ocurrió de golpe, sino en fases bien diferenciadas. No me andaré con paños calientes: en un principio me volvieron a engañar. Yo fui uno de aquellos que se lanzaron a las calles contra el gobierno de Aznar. “¿Quién ha sido? Pásalo.” Estaba tan convencido de conocer la verdad que casi me da vergüenza reconocer mi soberbia de entonces. A la luz de la evidencia, al igual que pasase con la pandemia, un buen día mi punto de vista cambió al caer el velo de la ignominia, y las que consideraba certezas pasaron a convertirse en elementos de un engaño. Por avatares que ahora no vienen al caso, el destino quiso que compartiese un té con un musulmán, mientras la televisión del bar en el que estábamos nos ofrecía imágenes en directo de la macrocausa del 11M. Al instante, pude ver como el rictus de mi acompañante se oscurecía súbitamente. Una mueca de hondo desagrado se dibujó en su rostro —“Este juicio es una farsa. Conozco a la mitad de los que están sentados ahí. Son lo contrario de un islamista¨. — Desde aquel día, la ira que generó en mí el saberme engañado acabó por canalizar en una necesidad compulsiva por conocer los entresijos de aquel asunto.
Muchas horas de sueño dediqué a leer extractos del sumario, a leer los famosos “Agujeros Negros” del desaparecido Fernando Múgica, a ver una y otra vez las testificales del juicio, estupefacto al descubrir que todos los implicados, tanto de la trama asturiana de los explosivos como de la pretendida célula de Lavapiés, eran colaboradores y confidentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Cultivé aquella obsesión en privado, a sabiendas de que airear mis pesquisas en público me colocaba en el entorno de peligrosos derechistas y agitadores como Pedro J. Ramírez o Jiménez Losantos. Nada más lejos de la realidad. Jamás valoré la posibilidad de que hubiese sido ETA. Sin embargo, acercarme a los hechos me llevó mucho más lejos, a ese lugar en que la línea entre el terrorismo y los servicios de inteligencia se difumina. No pretendo profundizar en todas las cuestiones oscuras que envolvieron aquella investigación (podrá el lector entender que serían demasiadas para un artículo) pero permítame extraer en un párrafo algunas de las más llamativas.
Suárez Trashorras, el ex minero en baja psiquiátrica que fue condenado por proporcionar los explosivos a la pretendida célula de Lavapiés, era además confidente de un comisario de narcóticos de la comisaría de Avilés apodado Manolón. El tal Manolón, como él mismo declaró en el juicio, estaba al tanto de manera puntual de todos sus movimientos y contactos, llegando incluso a usar a Tashorras para algunas operaciones, como contraprestación por la concesión de la libertad condicional derivada de la detención por la Operación Pipol. Jamal Zougam, condenado a más de 40.000 años de prisión en calidad de único autor material de los hechos (los demás se “inmolaron”), manifestó que su detención se debía a haberse negado a trabajar de confidente del CNI en dos ocasiones. Es imposible saber si Zougam decía la verdad, pero lo que sí sabemos es que ninguno de los acusados relacionaba a Zougam de ningún modo con ninguno de los miembros de la pretendida trama terrorista. También sabemos que Zougam no pudo estar en los actos preparativos del atentado presuntamente ocurridos la noche antes en la finca de Morata de Tajuña, ya que consta que estuvo en un gimnasio cercano a su lugar de residencia. Además, varios testigos lo situaban en su casa en el momento de los atentados.
Una señora rumana, cuya testifical resultó definitiva para la condena de Zougam, fue desestimada como víctima hasta en dos ocasiones antes de que su declaración fuese considerada para certificar la participación de Zougam en los hechos. Al parecer, según se desprende del juicio por falso testimonio incoado por el propio Zougam, esta señora recibió una “compensación” de 48.000 euros. Su compañera, otra señora rumana que declaró contra Zougam, recibiría la nacionalidad para ella y para su marido tras la declaración, así como 100.000 euros. Si bien la jueza que conocía del asunto, Belén Sánchez, estimó en un principio la existencia de indicios de delito de falso testimonio en la declaración de las dos señoras rumanas, poco después acabó por inadmitir la causa, de la que había tratado desembarazarse sin éxito.
La cadena de custodia
Son sólo algunos detalles de las cientos de incoherencias internas de un proceso absolutamente delirante en el que emerge como gran protagonista la figura de Juan Jesús Sánchez Manzano, por aquel entonces Jefe del Cuerpo de TEDAX de la Policía Nacional, que sospechosamente, y de manera contraria a todos los protocolos de actuación, se encontraba presente en todos los puntos ciegos de la investigación. Se le implica en la negligente cadena de custodia por la que las 90 toneladas de restos de los trenes desaparecieron mágicamente, sin que nadie sepa decir ni dónde ni cuándo. Se le implica en la mágica aparición de restos de explosivos Goma 2 ECO en la furgoneta Kangoo de Alcalá, la misma furgoneta en la que los perros no consiguieron detectar ni un sólo rastro in situ. También se observa su alargada sombra sobre el extraño periplo de la mochila con explosivos encontrada en la estación de El Pozo, en la que se encontró el teléfono móvil que condujo la pista hasta el locutorio de Jamal Zougam. Una mochila, por cierto, en la que se encontraron huellas que señalaban hacia un tal Brandon Mayfield, ex militar estadounidense convertido al islam que había sido abogado de un grupo de estadounidenses que pretendían viajar a Afganistán para enrolarse en Al Qaeda. Mayfield, al que el FBI detuvo en calidad de autor de los atentados de Madrid, fue puesto en libertad definitivamente tras ser desestimada por Policía Nacional su relación con los hechos.
Sánchez Manzano también se encontraba presente en el último acto de esta gran ignominia, en el famoso piso de Leganés en el que presuntamente se inmolaron los siete miembros de la célula terrorista, y también se encargó de la cadena de custodia del material probatorio. Podrían haber sido más los que se inmolasen, ya que se intentó meter en aquel piso al Imán cuyo nombre en clave era Cartagena, pero éste se negó. Según su propio testimonio, Cartagena, forzado mediante coacciones a convertirse en confidente de la Unidad Central de Información Exterior de la Guardia Civil (UCIE), fue avisado la noche antes de la deflagración por su controlador de la UCIE de que sería recogido en su vivienda en Almería por agentes, para ser trasladado a Leganés. Al llegar allí, la negativa de Cartagena a entrar en el piso permitió que pudiésemos conocer la alevosía con la que ese escenario se preparó. Un piso que contaba con un sorprendente vecino, un agente retirado de la Brigada de Información de la Policía Nacional con años de especialización en terrorismo. A mayor abundamiento, en aquel piso curiosamente habían tenido lugar varias redadas en meses precedentes. Todo muy casual.
Stay Behind
Por cerrar este escueto repaso por algunas de las cientos de sorprendentes “negligencias” y “casualidades” que rodean a este caso, comparto el que, a mi juicio, es el más esclarecedor de todos, y que además, es llamativamente desconocido, pese a señalar de manera directa, una vez más, la alargada sombra de las redes Gladio y Stay Behind, esas operaciones de la OTAN dedicadas a la desestabilización de gobiernos europeos mediante el mecanismo de las operaciones de falsa bandera. En este sentido, no podemos dejar de mencionar el simulacro de gestión de crisis de la OTAN, de nombre CMX 04, que tuvo lugar en Madrid entre los días 4 al 10 de marzo de 2004, justo un día antes de los atentados. Un patrón que tiene su reflejo en los simulacros del NORAD durante el 11S, o posteriormente en los simulacros de atentados en trenes en Londres que precedieron a los atentados del 7J.
Si esto ocurre una vez, puede ser mala suerte, una segunda, podría ser casualidad. A partir de la tercera resulta simplemente ridículo no percatarse de la existencia de un patrón. Lamentablemente no han sido solamente tres los simulacros de la OTAN aprovechados para prácticas terroristas, sino decenas de casos bien documentados, tanto en España como en todo el mundo. Recientemente tuvimos conocimiento de que la voladura del Nord Stream II tuvo lugar durante otros juegos de guerra de la OTAN en el Báltico, de nombre Baltops. En este sentido, quizás a algunos pueda sorprender que el mismo día de los atentados, uno de los vuelos secretos de la CIA, que despegó el mismo día 11 de marzo del Aeropuerto Son Sant Joan de Palma, cambiase súbitamente su destino previsto de Washington por el de Bagdad. Menos sorprendente resulta el archivo de las causa de los vuelos secretos de la CIA por parte de la misma Audiencia Nacional encargada de juzgar los hechos del 11M.
Todo lo que rodea a la investigación de este caso es absolutamente demencial, y si bien conocer la verdad de manera fehaciente es ya tarea imposible, el autor que quizás más se haya podido acercar a vislumbrarla es el periodista de investigación Lorenzo Ramírez, autor del libro “Las claves ocultas del 11M”, cuya lectura recomiendo a todo aquel que tenga interés en conocer los detalles de este escabroso evento de nuestra historia reciente. También es muy recomendable el visionado de la serie documental de Terra Ignota, donde se hace una enumeración exhaustiva de todas las zonas oscuras de esta causa, así como “Un nuevo Dreyfus" del cineasta francés Cyrille Martin.
Operación Palace
Muchos lectores pueden estar pensando que ya no merece la pena bucear en asuntos tan desagradables. A fin de cuentas son agua pasada, ya forman parte del presente. Es precisamente por eso que reclamo como necesario revisar todas nuestras creencias sobre los hechos relevantes de nuestra historia, porque las mentiras oficiales del hoy, se convertirán indefectiblemente en la Historia que estudiarán nuestros hijos, o nuestros nietos, si no ofrecemos una resistencia abierta. Retomo la pregunta que hacía al principio; ¿Cuántos hitos históricos que consideramos verídicos no lo son en realidad? Sin entrar en demasiados detalles, y en orden cronológico inverso, mencionaré algunos ejemplos. El 23F, sin ir más lejos, resulta un ejemplo paradigmático. El rey Borbón ha pasado a la Historia, gracias a la inefable labor de los medios de comunicación, como el salvador de la modélica transición española, como el artífice del fracaso de la asonada golpista del Teniente Coronel Tejero. La realidad, sin embargo, es bien diferente. La evidencia señala al monarca emérito como elemento clave en la organización del golpe, cuya pretensión no habría sido triunfar, sino acabar de una vez por todas con la resistencia de ciertos sectores del ejército a la influencia de la OTAN en España.
En nuestro país se puede hablar de las queridas del Rey, se puede incluso hablar de su fraude fiscal, pero este asunto de la influencia yankee en el golpe fallido del 23F es y será tema tabú, permaneciendo ignoto, si no lo remediamos, para las generaciones venideras. Uno de los intentos más recientes por echar tierra sobre este asunto fue el “falso documental” de Jordi Évole, Operación Palace, en el que mezclando elementos ciertos y constatables de la trama (la confección de un gobierno de unidad nacional o la aquiescencia de los principales líderes políticos o el papel protagonista del Rey) con elementos deliberadamente falsos (el guión de Garci), desterró la posibilidad de un debate transparente sobre este elemento central de nuestra historia reciente. El reclamo publicitario propuesto a modo de gancho rezaba del siguiente modo: ¿Puede una mentira explicar una verdad?. Durante la semana previa se emitió machaconamente un vídeo promocional en el que se deslizaban detalles jugosos sobre la trama y la implicación del Rey, muchos de ellos denunciados años antes por los estudiosos del golpe. El reclamo funcionó a la perfección.
Como moscas a la miel, los españoles se congregaron masivamente en torno a la caja tonta aquel domingo por la noche, esperando descubrir por fin todo aquello que nunca había sido contando sobre el hito fundacional de la transición. A la mañana siguiente, los opinadores del régimen lanzaban loas a la genialidad de Évole, comparando su falso documental con la célebre campaña promocional de “La Guerra de los Mundos“ de Orson Welles, aquella emisión de radio en que se narraba una invasión extraterrestre que heló la sangre del público estadounidense allá por 1953. La elevación a los altares de Évole vino acompañada del menosprecio de aquellos que “picaron”, y que osaron a dar crédito en directo desde sus redes sociales a lo que contaba el “falso documental”. La argucia estaba bien diseñada, hay que reconocerlo. Hasta bien entrado el final del documental, la inmensa mayoría de hechos narrados eran ciertos en realidad, y la batería de elementos ficticios se guardó precisamente para los últimos compases. Ya era tarde para rectificar. Si habías dado crédito a algún elemento del relato, eras objeto de burlas descarnadas, por parte de sujetos que jamás habían oído hablar del Elefante Blanco. Poco importó que Iñaki Anasagasti, líder histórico del PNV y participante en el engaño de Évole, saliese al día siguiente declarando que todos los hechos relatados por él en el mismo eran absolutamente ciertos. La población española, ignorante y acrítica había desterrado totalmente cualquier teoría alternativa a la oficial. Señor Évole: para explicar una verdad no hay nada mejor que la verdad misma, y para contarla es necesario tener valor, integridad, y sobre todo, honestidad intelectual, todas ellas virtudes de las que usted carece.
Más desconocidos si cabe son los hechos alrededor de la Operación Ogro que acabó con la vida del Presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco. La historia oficial nos cuenta que fue la banda terrorista ETA la encargada de hacer volar por los aires el coche del Almirante Luis Carrero Blanco aquel 20 de diciembre de 1973. Una verdad a medias, sin duda, ya que la historia oficial omite los detalles de cómo la banda terrorista había sido infiltrada hasta el tuétano por la propia CIA. La historia oficial tampoco relaciona el magnicidio con la incomodidad que producía en los EEUU el desarrollo del Proyecto Islero (que debe su nombre al toro que mató a Manolete), aquel intento de desarrollar una bomba atómica española del que Carrero Blanco fue durante años su principal baluarte. Ya durante la transición, Adolfo Suárez intentó retomar aquel proyecto, al que finalmente dio carpetazo Felipe González en 1987, tras el referéndum fraudulento de adhesión a la OTAN de 1986. Poco más que añadir. Carrero Blanco acabó muerto y Adolfo Suárez, cuyo rechazo a la injerencia anglo era pública y notoria, defenestrado tras la asonada fallida. Siempre la OTAN, siempre Gladio, siempre Stay Behind.
Prim y la Guerra de Cuba
Así se escribe la historia, a golpe de infamia, a golpe de titular. En muchas ocasiones, la historia es completamente falsa, en otras falsa a medias. En muchas, es suficiente con que la niebla que rodee al asunto sea lo suficientemente tupida como para ahuyentar al investigador más intrépido. Tal es el caso del asesinato en dos tiempos de Juan Prim. A la altura de la calle del Turco, en su camino al Congreso de los Diputados, aquella mañana del 27 de diciembre de 1870, Juan Prim fue tiroteado a trabucazos por un numeroso grupo. El crimen jamás se esclareció. Su lista de enemigos era larga, sin duda, entre partidarios del Duque de Montpensier, los acólitos de Francisco Serrano, líder de la Unión Liberal, los adláteres de los Borbón que anhelaban la restauración en la figura de Alfonso XII y que se la tenían jurada a Prim por considerarlo responsable del exilio de Isabel II, los republicanos, que fueron quienes finalmente cargaron con el mochuelo y, por supuesto, los terratenientes esclavistas cubanos, que se oponían firmemente al pacto con los EEUU defendido por Prim para llegar a un acuerdo por la isla.
Investigaciones recientes determinaron que el magnicidio pudo ser organizado por el propio Serrano, inviolable entonces por su condición de regente, con la colaboración de los esclavistas cubanos, a los que no les venía nada bien que la isla pasase a manos yankees. La investigación, apenas publicada en páginas interiores de algún periódico de tirada nacional, ya no importó a nadie, salvo a los cuatro marginales a quienes nos interesan estos asuntos. La isla finalmente se perdió, gracias a otra truculenta película de falsa bandera que culminó con el famoso hundimiento del Maine, producida y guionizada por el padre de la prensa amarilla y magnate de los medios de comunicación, William Randolph Hearst. Sea como fuere, las consecuencias para España de aquella sucesión de hechos catastróficos no pudieron ser más nefastas. Hay quien considera que el desastre del 98, podría haberse evitado de haberse llegado a aquel acuerdo promovido por Prim. En cualquier caso, ya es terreno para la especulación, pura historia ficción.
¿Quién nos roba la historia?
Decía Hannah Arendt que “mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que nadie crea en nada. Un pueblo que ya no distingue entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal: un pueblo privado del poder de pensar”. Se podría decir que Arendt estaba en lo cierto. Hoy día, el pueblo español carece de elementos objetivos para establecer juicios morales sobre su propia historia, enredado en una diatriba insustancial y permanente de polarización ficticia entre rojos y azules. Una refriega simulada que en los últimos tiempos ha considerado aceptable pasar del “tu partido roba más” al “tu partido mata más”. No existe capacidad de juicio sobre ninguno de los elementos que conforman nuestro presente. La verdad sobre el origen del COVID permanece silenciada, y con ella, todo lo que deriva de su pecado original. El inusitado belicismo europeista, la ridícula evocación de un patriotismo europeo tan impostado como artificial, así como la panoplia de excusas a través de las que se pretende justificar, no son más que eso, excusas y narrativas tan falsas como ajenas a la realidad de los hechos. Así las cosas, resulta imprudente hablar de una verdadera opinión pública, y por tanto, de una historia compartida. Quien nos roba la verdad de los hechos nos roba nuestra capacidad de juzgarlos. A golpe de titulares, a golpe de falsas banderas, nos están robando nuestro presente, nos robaron el pasado, y por tanto, nos pretenden robar nuestro futuro. Quien roba la historia de un pueblo, le está robando su identidad. La pregunta es: ¿Quién nos está robando la historia? ¿Quién nos está robando la identidad? ¿Se lo vamos a seguir permitiendo? De nosotros depende.
Sobre el autor
Carlos Sánchez es músico, docente y analista político. Cursó su formación musical superior en la disciplina del jazz en Holanda, en los conservatorios de Groningen y Den Haag, completando su formación como productor e ingeniero de audio en la Middlesex University/SAE Institute de Londres. Formado también en el ámbito jurídico, obtuvo el Grado en Derecho en UNED (España). Durante casi una década ha combinado su actividad docente y musical con su faceta de comunicador, escribiendo artículos sobre su pasión, la geopolítica, de manera frecuente en Diario 16, y presentando Grupo de Control, un espacio semanal de entrevistas dedicado al periodismo de investigación.
Muy buen artículo. Coincido en el interés por el 11M (además del COVID, claro). Me vi hace un tiempo el documental "Un nuevo Dreyfus", más entretenido por cierto que muchas películas de intriga y espías. Para mí lo más clamoroso del 11M es el caso de Abdelmajid Bouchar, que estaba con el resto del grupo en el piso de Leganés, pero que bajó a tirar la basura y logró escapar corriendo antes de la explosión que se produjo tras ser rodeados. Resulta que después fue detenido creo que en Serbia en 2005 y extraditado a España. En el juicio del 11M de 2007, su abogado hizo una gran defensa y logró que fuera absuelto de los asesinatos, ya que realmente no había pruebas de su participación. O sea, el vivo inocente, y los muertos culpables. A los muertos nadie los defendió, claro. Zougam también tuvo buena defensa, pero lo de esos testimonios fue tremendo, y coló.
Respecto al COVID, a mí me recuerda el caso del aceite de colza, y lo traté en mi blog (https://medicinasustractiva.blogspot.com/2021/11/40-anos-del-sindrome-toxico.html). También se empezó hablando de una neumonía, y al final parece que fue más bien un envenenamiento. El caso es que los daños provocados por intoxicaciones, lo mismo que los efectos adversos de los medicamentos, son muy difíciles de probar. En Farmacovigilancia siempre hablamos de causas posibles o como mucho probables, pero difícilmente podemos llegar a más. Por eso yo siempre he hablado del polisorbato de las vacunas de la gripe como posible causa, y ahí sigo.
Aprovecho para recomendar un libro que viene a cuento del tema de las mentiras: La invención del pasado, de Miguel-Anxo Murado.
Otro gran artículo, enhorabuena Carlos. Una vez te pones a estudiar estudiar la Historia, llegas a la conclusión de que no hay hito o evento histórico relevante o disruptivo (aquellos que suponen cambios inesperados de la línea de acontecimientos lógicos) en los que los poderes profundos -detrás de la cortina- no hayan provocado un desenlace, una ocultación, la destrucción de evidencias, una imposición de una narrativa oficial, la creación de una narrativa alternativa, la preparación de “evidencias “ creadas ex Novo, una complejización tal de una visión general de los hechos que se haga imposible conocer la verdad de lo sucedido. Así la Historia se convierte en una sucesión de manipulaciones y de las reacciones en la psicología social de las masas y de la aplicación de una alta tecnología que hoy ya pasa por el marketing neurológico. La mentira siempre fue una potente arma en manos de la dialéctica de Imperios, en la dialéctica de Estados, en la dialéctica de clases, en la dialéctica de las grandes Corporaciones industriales y financieras,… dialécticas que funcionan todas al mismo tiempo, en distintos niveles, en distintas “capas de la cebolla”, pero que se infiltran unas en otras durante el desarrollo de la Historia….el hombre-masa es mera plastilina en sus manos.