Estado de Cohecho
El conflicto de interés es el elefante en la habitación del sistema público, ya no sólo en el ámbito de la salud sino prácticamente en todos los demás
Recientemente, debatía en Twitter (me resisto a llamarlo por su nombre actual) con un reputado médico - cuyo nombre no facilitaré por no dañar su imagen gratuitamente - sobre el fenómeno del conflicto de interés en el sector médico. Un debate al hilo de un artículo firmado por el farmacéutico del SESCAM, Angel M. Martín, publicado en la web de la Asociación de Acceso Justo al Medicamento bajo el título “La Red Oscura que las Multinacionales Farmacéuticas Ocultan Tras los Pagos a Profesionales Sanitarios”. El buen doctor me interpelaba con gran vehemencia, afeando que compartiéramos el artículo, parapetado detrás del extravagante argumento de que el conflicto de interés es connatural a un sector en el que la relación de los profesionales con la industria del medicamento es vital para su desarrollo, y que ya estaba bien de andar todo el día persiguiendo a los médicos por sus conflictos de interés. “Quien diga que no tiene conflicto de interés, simplemente miente”, sentenció el buen doctor. Mi primera pulsión consistía en soltar toda la retahíla de exabruptos que se agolpaban en la punta de los dedos buscando ser escritos para calificar semejante afrenta al sentido común. Ya saben, las redes sociales las carga el diablo. Por suerte pude reprimir mis instintos y dejé aquello reposar, y así al rato pude llegar a la conclusión de que, en puridad, había de estarle agradecido al buen doctor por, al menos, ser honesto.
El artículo de Angel M. Martín, ilustra un modelo por el que importantes médicos y jefes de servicio del Servicio Nacional de Salud, reciben cantidades variables de dinero - denominadas eufemísticamente por la industria como “transferencias de valor” - por promocionar sus productos farmacéuticos. El formato es bien conocido por cualquiera. Médicos de relumbrón, de esos que aparecen en todas las televisiones cuando toca aterrorizar al personal, con su buena ristra de credenciales académicas exhibidas a modo de galones, ofrecen su visión experta sobre “avances médicos” en charlas organizadas por las mismas empresas cuyos productos se pretenden promocionar, ante auditorios abarrotados de varios cientos de médicos cuya función es fundamentalmente aplaudir y figurar. Las empresas farmacéuticas, como no podía ser de otra manera, corren con todos los gastos. Hoteles, medios de transporte, dietas. Que no falte de nada. Porque, a fin de cuentas, para que la gente compre fármacos, se precisa de que alguien los prescriba, y sobre todo, de alguien que los pague. En este caso, el sacrosanto (para algunos) principio liberal de la oferta y la demanda sufre una clara distorsión, ya que la demanda, en realidad, no la ejercen los clientes finales, los llamados pacientes, sino los propios médicos, que mediante la prescripción fabrican la demanda, cuyo precio será satisfecho a cargo del erario público. La industria produce medicamentos a precios obscenamente inflados, sujetos a plazos de amortización de patentes absolutamente leoninos, los médicos prescriben y los contribuyentes pagan. Eso sí, en caso de sufrir efectos indeseados, las empresas se lavan las manos, ya que los contratos de suministro de fármacos que firman los gobiernos suelen exonerar a las farmacéuticas de toda responsabilidad. Así es cómo los gobiernos asumen como propios los intereses industriales de las empresas fabricantes. La alegoría de la mano invisible de Adam Smith se quedó obviamente corta. No es una mano invisible, sino muchas, que desvían el dinero de todos hacia sus cuentas corrientes. A fin de cuentas, el miedo a la muerte y a la enfermedad es un producto de alto valor añadido.
Los médicos de relumbrón, o los Líderes Clave de Opinión (KOL, por sus siglas en inglés), no por casualidad, suelen ostentar importantes puestos públicos, ya sea como jefes de servicio en hospitales públicos o en fundaciones relacionadas con la investigación clínica de estos mismos hospitales. Estos KOL reciben por encima de 15.000 euros anuales, en concepto de charlas, ensayos clínicos o informes, lo que equivale a 5 sueldos medios mensuales en su sector. Estos KOL no suponen un 3% del total de médicos que reciben “transferencias de valor”, mientras que la inmensa mayoría de los médicos que participan de este modelo corrupto reciben cantidades anuales por debajo de esa cifra. Se dan algunos casos, estos sí, más contados, de médicos que reciben por encima de 100.000 euros al año. Médicos mediáticos, que incluso realizan labores de asesoramiento para gobiernos autonómicos o nacionales, no ven ningún problema en quintuplicar su sueldo público vendiendo las virtudes de productos farmacéuticos sujetos a patente, y siguen ejerciendo su labor con toda naturalidad. El ejemplo más llamativo de este fenómeno es el de Federico Martinón-Torres, Jefe de Pediatría del Hospital de Santiago, que viene recibiendo en concepto de "transferencia de valor" más de 100.00 euros al año desde hace más de un lustro. Una de las compañías que más dinero aporta a la cuenta corriente de nuestro pediatra estrella, Sanofi, precisamente es fabricante del Niversimab, una inyección de anticuerpos monoclonales que pretende ser la solución a la bronquiolitis pediátrica. No es ninguna sorpresa, a la luz de la generosidad de Sanofi para con nuestro pediatra, ver al bueno de Martinón-Torres promocionando a todas horas esta nueva pócima milagrosa por tierra, mar y aire. Quizás, menos honorable resulte conocer su labor de asesoría al gobierno autonómico, o su furibunda actividad de lobby para que el Sistema Nacional de Salud incluya este nuevo fármaco -al que llaman vacuna sin serlo- en el calendario vacunal de los niños. Sobre la estrecha relación del buen doctor con la cúpula política del gobierno gallego pueden informarse en los mentideros de internet, donde encontrarán profusa información al respecto.
No está en mi ánimo convertir este artículo en un juicio sumarísimo al amigo Federico, aunque ganas no me falten. Si bien el suyo sea quizás uno de los casos más palmarios del conflicto de interés rampante que domina la tórrida relación de nuestra Administración con la industria farmacéutica, sirve a este artículo a modo de paradigma, de excusa propiciatoria del análisis. Basta una visita sucinta por la lista de cargos directivos de las diversas asociaciones médicas para comprobar que todos ellos han ido recibiendo cantidades variables a cuenta de la generosidad de la Big Pharma. Tal es el caso de la Asociación Española de Pediatría, sin ir más lejos. Todos sus miembros reciben pagos puntuales de la industria, sea en su formato de charlas y conferencias, sea en concepto de pagos por investigación. Análogamente ocurre con el Comité Asesor de Vacunas, o en las decenas de institutos de investigación asociados con nuestros hospitales públicos. Quien tenga interés por indagar en esta perversa relación entre el dinero y nuestra salud, siempre puede visitar la web de la Asociación No Gracias, dedicada desde hace años a predicar en el desierto, ilustrando con datos esta cadena de evidente corrupción que pretenden hacernos deglutir como salud pública.
Puede que al neófito en estas cuestiones se le estén cayendo los palos del sombrajo mientras lee con estupefacción estas líneas. Y no es para menos. A fin de cuentas, la corrupción que narro se desarrolla en un sector profesional que cuenta con los niveles de confianza ciudadana más elevados. Según se desprende de la encuesta realizada en 2021 por Ipsos en 28 países, los dos colectivos profesionales que mayor confianza generan son precisamente los médicos en primer lugar, con un 64% de grado de confianza y sólo un 10% de desconfianza, y en segundo lugar, los científicos con un 61% de confianza y también un 10% de desconfianza. Por contra, los menos valorados son los políticos (10%) y los ejecutivos de publicidad (14%). Tampoco los periodistas salen precisamente bien parados. En España es todavía mayor el grado de confianza, que asciende a un 71%, del mismo modo que la percepción general sobre los políticos cae a un 7%. No es casual, por tanto, que los políticos se hayan parapetado detrás de los “expertos” y de la “ciencia” a la hora de comunicar sus políticas de salud pública durante la pandemia. Desconfiar en los políticos es natural, o incluso popular. Un oportuno chascarrillo sobre este o aquel político siempre puede ayudar a tejer complicidades en la barbacoa de tu cuñado, pero jamás pongas en duda la honorabilidad de su médico de cabecera si pretendes volver a disfrutar de su hospitalidad.
El conflicto de interés es el elefante en la habitación del sistema público, ya no sólo en el ámbito de la salud sino prácticamente en todos los demás. Estoy muy seguro de que, tras esta exposición somera del estado de la situación, el lector sabrá encontrar ejemplos análogos al esbozado hoy aquí. Ese engendro, bautizado por los medios de comunicación con el melifluo nombre de colaboración público-privada, parasita nuestro sistema público, y lo que es peor, coloniza la mente de nuestros funcionarios públicos -como bien refleja la aseveración del buen doctor que ha suscitado mi análisis - haciendo parecer respetable, o incluso deseable, lo que es, simple y llanamente cohecho. El delito de cohecho, regulado entre los artículos 419 y 427 bis del Código Penal español, es aquél que comete “aquella autoridad o funcionario público que recibe o solicita algún tipo de regalo, favor o retribución, o acepta ofrecimiento o promesa, sea para su propio provecho o para el de otro, a cambio de realizar un acto contrario a los deberes de su cargo”. No me dirán ustedes que la literalidad del tipo penal no se ajusta como anillo al dedo a lo aquí expuesto. Vivimos bajo un modelo de servicio público, en el que el derecho del paciente a recibir una atención de calidad ajustada a sus necesidades, se ve supeditado al interés económico de grandes corporaciones, y de sus insólitos agentes comerciales de bata blanca. Un modelo semejante no puede ser calificado como Estado de Derecho, sino como Estado de Cohecho.
Siento alivio al ver que alguien consigue hablar públicamente de este tema. Por lo que he visto, la opacidad se impone cuando se trata de cuestionar un statu quo tóxico, donde la legalidad no importa, y mucho menos la ética o el compromiso con la sociedad. Qué pasa en una administración donde esos cargos de dirección –jefaturas de servicio, subdirecciones– se asignan sin criterios de profesionalidad, solo por conveniencias oscuras? Qué pasa cuando las personas que hacen ver su perspectiva honesta sobre contrataciones, concesiones y demás manejos viciados, pasan al ostracismo de por vida? Según mi experiencia, y lo que he podido saber –por ejemplo, en la trama Gürtel– se quedan relegadas, sin que ningún órgano de control –comités contrra el acoso, valedoras do pobo, Administración de justicia u órganos administrativos internos– hagan más que avalar la situación con su firma pesebrera. Las buenas intenciones, solo para el papel marchito de los diarios oficiales y para llenar bocas en intervencioens públicas cuando corresponde pedir el voto a la chusma estafada.