¿Quién diablos manda en los Estados Unidos?
Cabe preguntarse si el último presidente que intentó meter en vereda al complejo militar industrial no fue aquel que acabó con un tiro en la sien el 22 noviembre de 1963 en Dealey Plaza.
“En los consejos de gobierno, debemos cuidarnos de que el complejo industrial-militar no adquiera una influencia injustificada, ya sea que la busque o no. Existe y persistirá el potencial de un ascenso desastroso de un poder mal asignado. Nunca debemos permitir que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o nuestros procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta e informada puede obligar a que la enorme maquinaria industrial y militar de defensa se combine adecuadamente con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo que la seguridad y la libertad puedan prosperar juntas”.
Dwight D. Eisenhower
La distopía autoinfligida
Era un 17 de enero de 1961, cuando el Presidente Dwight D. Eisenhower se dirigía a la nación con aquél icónico discurso de despedida, un discurso que si bien a estas alturas casi todo el mundo conoce, no parece haber sido entendido en su plenitud. Resulta paradójico que fuese precisamente él, Comandante Supremo del frente del este durante la Segunda Guerra Mundial y Jefe del Estado Mayor durante la presidencia de Harry Truman, quien alertase del inmenso poder político que estaba acumulando la industria militar estadounidense, en los albores de la toma de posesión del John Fitzgerald Kennedy. Más de sesenta años después nos despertamos cada día asomados a un precipicio termonuclear que se manifiesta en varios lugares del globo a la vez, un precipicio de cuyo ominoso destino parece imposible escapar, mientras empresas de seguridad como Palantir, incrustadas irremediablemente en las vísceras del gobierno de EEUU o Israel, se hacen con los datos de miles de millones de personas, para desarrollar herramientas de control biométrico que habrían hecho palidecer al mismísimo George Orwell. La realidad de las cosas parece empeñarse en emular todas las distopías ideadas por el cine y la literatura del siglo XX. Proyectos de inteligencia artificial como Lavender o Gospel, que monitorizan a pretendidos terroristas y ejecutan órdenes de asesinato masivo de manera automática, evocan películas como Terminator o Matrix. Las capacidades desarrolladas por Palantir para predecir crímenes se asemejan de manera preocupante a Minority Report. Replicamos guiones cinematográficos hasta el punto de bautizar a estos terribles juguetes de la muerte y el control de masas con los mismos nombres que ya se usaran en las películas. Véase el caso de Skynet, el sistema de monitorización y conectividad entre satélites desarrollado por el Reino Unido, en referencia a la superinteligencia descrita en Terminator, que al tomar conciencia de sí misma inició la guerra de las máquinas contra los humanos. Una distopía autoinfligida sobre la que Eisenhower trató de advertirnos, y de la que no parece que queramos hacernos cargo. Con objeto de tomar conciencia de ello, hoy les propongo que me acompañen este pequeño viaje a través de algunos de los hechos que a mi juicio explican cómo hemos llegado a este preocupante estado de cosas.
La muerte de JFK y el proyecto Dimona
La muerte de JFK, y la relación que su asesinato pudo tener con el complejo militar industrial, es un hecho que permanece difuso, pese a la reciente publicación de los documentos clasificados. Los indicios en ese sentido se siguen acumulando, y sin embargo, esta hipótesis sigue formando parte de las hábilmente catalogadas como “teorías de la conspiración”. Quizás por ello, sigue resultando inalcanzable para el gran público reconocer el patrón de comportamiento del llamado Deep State, un patrón que, sin llegar al magnicidio de entonces, se ha venido repitiendo con la anuencia más o menos consciente de todos los presidentes desde entonces, empezando por Lyndon Johnson, y acabando en Joseph Biden. De los papeles del asesinato de Kennedy se desprende la responsabilidad, ya sea directa o in vigilando, de las más altas instancias de la inteligencia estadounidense.
Hoy día, parece probada, más allá de cualquier duda razonable, la concurrencia en la conspiración para asesinar a Kennedy de Allan Dulles, el Director de la CIA destituido por JFK tras el fiasco de Bahía de Cochinos. Allan Dulles habría seguido ejerciendo de líder de la CIA, usando a McCone, el nuevo director, de mero factotum. Sin embargo su destitución sentaría las bases de todo lo que estaba por venir, desde la Operación Mangosta, que si bien se desarrolló contra la voluntad de Kennedy, era una operación que no le era ajena en absoluto, hasta su propio magnicidio. De los cientos de miles de páginas desclasificadas se puede inferir que JFK no controlaba a sus servicios de inteligencia, aunque llegó a resultarles lo suficientemente molesto como para propiciar su asesinato.
También parece suficientemente probado el rol como organizador del magnicidio del Jefe de Contrainteligencia, James J. Angleton, engrasando las diferentes tramas, o mejor dicho, coordinando a todos los grupos que tenían motivos para querer deshacerse de JFK, a saber: la trama anticastrista, descrita de manera muy precisa en el film de Oliver Stone, JFK (1991); la trama de agentes de inteligencia que habían desarrollado una animadversión irreparable en contra de Kennedy por considerar que había propiciado el fracaso de la operación Bahía de Cochinos, una operación, por cierto, heredada del propio Eisenhower; la trama de la mafia italiana, cuyos intereses en La Habana se habían evaporado tras la toma del poder de los barbudos de Fidel Castro. De todas estas tramas, la que permanece convenientemente oculta a la opinión pública mayoritaria es la trama que señala al Israel de Ben Gurion, para cuyos intereses parece que Angleton nunca dejó de trabajar.
Resulta de especial interés destacar esta última trama, porque sirve para explicar la actual situación de escalada en Oriente Próximo. Como suele decirse, de aquellos barros, estos lodos. No deja de resultar paradójico que el genocida Benjamín Netanyahu esgrima como justificación para su ataque a Irán, el presunto desarrollo de armas nucleares del régimen de los ayatolás, cuando la historia de Israel discurre paralela a un programa nuclear secreto, de cuyos resultados no se ha informado a la comunidad internacional. Hoy día no sabemos con exactitud de cuantas ojivas nucleares dispone Israel. Se estima que el arsenal nuclear cuenta con un número indeterminado de cabezas nucleares que se encuentra en una horquilla entre 90 y 400.
Por dimensionar el número: un país como el Reino Unido dispone de unas 225 cabezas nucleares. Tomando como referencia el número máximo estimado, Israel sería la tercera potencia nuclear del globo, por detrás de Rusia y EEUU. Y todo ello, sin declararlo, y por supuesto sin firmar el Tratado de No Proliferación (NPT, por sus sigas en inglés), al que constantemente se remiten los mandatarios hebreos para justificar acciones bélicas en contra de Irán. Es ciertamente delirante que un estado ficticio, creado de manera artificial en virtud de la Resolución 181 de las Naciones Unidas como es Israel, se sienta en el derecho de exigir a otros el cumplimiento de unas normas que no está dispuesto a observar. Se ve que el orden internacional basado en reglas con el que se llenan la boca algunos solo obra para para constreñir a los demás. ¿Y de dónde procede este dislate?
Responder a esta pregunta nos vuelve a conducir indefectiblemente a los prolegómenos del asesinato de JFK. Una de las cuestiones que inquietaban más profundamente a los halcones del Pentágono en aquellos días, era la voluntad de Kennedy de llegar a acuerdos de no proliferación con su homólogo soviético, Nikita Khrushev. Recordemos que la tensión nuclear entre las dos potencias dominantes del momento alcanzó su cénit en la conocida como crisis de los misiles cubanos, precedida de la menos conocida instalación de misiles nucleares en Turquía por parte de EEUU. La acción diplomática combinada de Kennedy y Khrushev culminó en la firma del Tratado de No Proliferación de 1968, un tratado que, paradójicamente, no ha hecho más que incumplirse sistemáticamente desde entonces.
En semejante contexto, la ambición del primer ministro del estado sionista, David Ben Gurion, de disponer de armamento nuclear, inquietaba a Kennedy, por considerar que el desarrollo nuclear hebreo podría añadir mayor tensión a una zona del planeta ya de por sí altamente inflamable. Así las cosas, durante meses, Ben Gurion jugó al gato y al ratón con JFK, intentando hacerle creer que su desarrollo nuclear se enmarcaba en la búsqueda de fuentes más baratas de energía. Como es natural, Kennedy no confiaba en Ben Gurion, y la tensión entre ambos fue trascendiendo los usos y costumbres de la diplomacia, como se desprende de la lectura de la correspondencia, en lo que se conoce como “la batalla de las cartas”.
No sólo el proyecto nuclear de Dimona tensaba las relaciones entre ambos dignatarios. La voluntad de los Kennedy de que el Consejo Sionista Americano (AZPCA) se registrase como entidad extranjera también supuso un escollo importante. Sea como fuere, el final de esta triste historia es bien conocido; Kennedy fue asesinado en noviembre de 1963, pocas semanas después de su última correspondencia con Ben Gurion. El proyecto de proliferación nuclear de Israel se mantuvo en secreto hasta nuestros días, y el Consejo Sionista acabó por mutar en el AIPAC (Comité Estadounidense-Israelí de Asuntos Públicos), a la sazón el lobby civil más poderoso de Estados Unidos, que cuenta con un nutrido grupo de políticos en nómina, tanto republicanos como demócratas, como beneficiarios de su generosidad.
Operación Tela de Araña
En estas últimas semanas, los grandes medios de comunicación de masas en el Occidente global abrían sus portadas ensalzando el genio militar del primer ministro de Ucrania, Volodimir Zelensky, a cuenta de la llamada Operación Tela de Araña. Según cuentan, la operación se ejecutó con drones de escaso valor, introducidos de contrabando en territorio ruso, metidos en cajas en camiones cuyos conductores, al parecer, ignoraban la carga que portaban. Dichos camiones habrían sido aparcados cerca de las bases atacadas, de modo que sólo quedaba volarlos hasta los objetivos y hacerlos explosionar. Al margen de la verosimilitud que cada cual conceda al relato, esta operación sirvió para que los medios de propaganda otanista se dieran golpes en el pecho, y abrió la veda de la narrativa occidental y del contrarrelato ruso. Según fuentes ucranianas, el ataque habría acabado con un tercio de los bombarderos rusos, mientras que los rusos sólo reconocían 12 bombarderos alcanzados (menos de un 15%) que, según parece, eran meros señuelos, es decir, carcasas, fuselajes vacíos, sin motor ni armamento. Cabe mencionar que dichos bombarderos se encontraban a la vista en atención a lo dispuesto en el Tratado Newstart, ampliado por Biden y Putin hasta 2026, por el cual los ejércitos se obligan mutuamente a tener los aviones con capacidad de portar armas nucleares a la vista, con el objetivo de poder monitorizar sus vuelos en el marco de los acuerdos de no proliferación. De confirmarse la participación americana en los ataques, ello supondría una nueva vulneración de la legislación internacional y por tanto, un motivo más que razonable para la desconfianza entre rusos y americanos.
Ya se sabe que la primera en morir en una guerra es siempre la verdad, y quizás no conozcamos nunca la verdadera magnitud del ataque. Sin embargo, hay varias cuestiones que sí podemos analizar. En primer lugar, el contraataque ruso ha sido de una brutalidad inusitada. El balance de ambas operaciones en conjunto es claramente negativo para Ucrania y sus ciudadanos, que a estas alturas no parecen importar a nadie. En segundo lugar, y de manera muy significativa, la Operación Tela de Araña vino precedida del ya clásico trasiego de dignatarios estadounidenses por tierras ucranianas. En particular, pudimos ver a Lindsay Graham, senador republicano por Carolina del Norte y reconocido representante de los intereses del complejo militar industrial, secundado por el Senador Richard Blumenthal, demócrata para más señas, arengando a los ucranianos desde un púlpito en Kiev, donde proponían aranceles del 500% para aquellos países que comprasen hidrocarburos rusos, con objeto de aislar a Rusia.
A nadie a estas alturas debería sorprenderle este desfile de dignatarios americanos, aunque nunca está de más plantearse qué habría pasado si hubiesen sido los rusos o chinos quienes se paseasen por Cuba, enardeciendo a las masas contra su vecino gringo. Sin embargo, los mensajes de estos senadores contrastan con la estrategia preconizada por Trump, quien ganó la presidencia de EEUU vestido de pacificador, y cuya acción diplomática ha estado fundamentalmente dirigida a negociar la paz con Rusia. Por si ello no fuese suficientemente contradictorio, al festival se sumó Mike Pompeo, antiguo Director de la CIA y Secretario de Estado durante la primera legislatura de Trump, que se dejó ver por Kiev enmendando la plana a su antiguo jefe a cuenta de su intención de tejer complicidades con Rusia. Según el ex-oficial de inteligencia, Jack Posobiac, toda esta operación de apoyo se habría hecho a espaldas de Donald Trump, lo que abre muchas interrogantes ¿Qué pensará John Ratcliffe, actual Director de la CIA, de las visitas a Kiev de su antecesor en el cargo? ¿Actúa Ratcliffe como factotum por omisión del complejo militar industrial mientras Mike Pompeo exhibe galones? ¿No recuerda esta sorprendente iniciativa de Pompeo a las actividades en la sombra de Allan Dulles tras Bahía de Cochinos?
Operación Rising Lion
Sin haber podido digerir todavía las consecuencias de la Operación Tela de Araña, los acontecimientos en Oriente Próximo se precipitan peligrosamente hacia el abismo termonuclear. El delirio sionista parece haber encontrado la horma de su zapato con Irán. Tras bombardear durante meses Siria, Líbano, Irak y Yemen, el ente sionista ha decidido lanzarse a una guerra suicida contra Irán, una guerra que no se puede ganar. La excusa propiciatoria de Netanyahu para lanzar su ataque, bautizado como Rising Lion (Leon Creciente), ha sido de nuevo el programa nuclear iraní. No deja de resultar una hipocresía difícil de entender que el único estado que mantiene programas secretos de armamento nuclear desde prácticamente su fundación y que se atribuye la prerrogativa de bombardear a voluntad cada país que le viene en gana, se perciba con la autoridad moral para decidir quién puede tener armamento nuclear o no.
Por otro lado, no existe ninguna constancia de que Irán esté desarrollando armamento nuclear, y parece que su programa nuclear se circunscribe únicamente al ámbito de la energía. Así lo ha manifestado la Directora de Seguridad Nacional, Tulsi Gabbard, un mensaje replicado reiteradamente por los miembros de la OIEA (Organismo Internacional de la Energía Atómica) encargados de las inspecciones al régimen de Teherán. Esta cuestión de las armas nucleares de Irán recuerda sobremanera a las tristemente famosas e inexistentes “armas de destrucción masiva” de Sadam Hussein, que resultaron ser la excusa perfecta para segar la vida de más de un millón de iraquíes y deponer a un régimen molesto, cuyo líder había sido precisamente patrocinado por los EEUU e Israel en los años 80.
Llegados a este punto, resulta conveniente recordar las palabras del Comandante de la OTAN, el estadounidense Wesley Clark, que en una conferencia pronunciada en 2007 ante la audiencia del Common Good desvelaba los planes estadounidenses de invadir siete países en cinco años tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. La lista de países bien la pueden suponer los lectores. Por orden de bombardeo, los países son Afganistán, Irak, Libia, Siria, Líbano, Somalia y, por último, Irán. Más profecías. Entre la vaca roja del Apocalipsis, o la destrucción bíblica de los amalecitas, rivaliza por llevarse la palma esta portada de noviembre de 2015 de la revista Time en que se vaticina un cambio de régimen en Irán para 2025. Profecías que recuerdan al informe de la Rand Corporation de 2019 y su asombrosa capacidad de predecir la guerra de Ucrania. Aunque si uno lee el informe, entiende que el verbo adecuado para conjugar esa frase no es “predecir”, sino “planear”. Y es que la Rand Corporation no es un actor cualquiera, sino un think tank de armonización de intereses entre el complejo militar industrial y el Pentágono. De nuevo el complejo militar industrial.
Y de nuevo, el gobierno de Trump parece incoherente en sus mensajes, mostrando claras señales de debilidad. Si bien Trump parecía no estar al tanto de las operaciones ucranianas en territorio ruso, no cabe pensar que en esta ocasión haya sido muy diferente. Recién lanzados los ataques, el comunicado del Secretario de Estado, Marco Rubio, se desmarcaba nítidamente del ataque, aunque decía haber sido informado por Israel, no sabemos si antes del ataque o con posterioridad. Horas más tarde, Trump se descolgaba con un mensaje ciertamente duro, en un tono claramente agresivo contra Irán, amenazando con una escalada y evitando condenar el ataque unilateral de Israel, aunque con el discurrir de los ataques mutuos, su tono ha pasado por muchos matices diferentes. Por un lado afirma estar informado por Israel, suponemos que para no mostrar debilidad, aunque ello suponga destruir para siempre la credibilidad como pacificador que tanto se había esmerado en cultivar durante su campaña. Por el otro, afirma estar dispuesto a mediar entre ambos países de manera conjunta con Vladimir Putin, cosa que, por otro lado, tiene todo el sentido del mundo. De lo queda ninguna duda, es que Trump no parece tener capacidad de anticipación, y está dando la perfecta imagen de ir a rebufo de decisiones que toman otros, en mayor o menor connivencia.
Llama la atención, y sin duda ilustra en gran medida el desconcierto aparente de la Administración Trump, que los ataques de Israel ocurran precisamente en medio de las negociaciones sobre el programa nuclear de Irán. Otra clara muestra de que a Trump le están marcando la agenda por la vía de los hechos consumados. O eso, o es simplemente un embaucador, en cuyo caso además habría que añadir el cargo de incompetencia al análisis, porque claramente este movimiento no le beneficia políticamente, ni a él, que vería complicarse sus perspectivas electorales para las legislativas de midterm, ni al buen rumbo de su nueva Administración, ni por supuesto a sus gobernados. Además, divide en gran medida su base de apoyo en el ámbito doméstico. El único beneficiado de este desquiciado estado de cosas parece ser, una vez más, el complejo militar industrial, ese cuyos beneficios pretende blindar el propio Trump con su Big Beautiful Bill. Nada es al azar, todo está escrito. Y como muestra, un botón: comprueben por sí mismos el espectacular crecimiento del precio de las acciones de Lockheed Martin, a la sazón la empresa que fabrica, entre otros, los cazas de combate F-35, entre los días 11 y 14 de junio. Espectacular, ¿verdad?
¿Quién diablos manda en los Estados Unidos?
Es evidente que a Trump no se le puede presumir desconocimiento, aunque tampoco capacidad de influir decisivamente en los planes ya trazados de antemano. Del mismo modo que JFK heredó la Operación Bahía de Cochinos de Eisenhower, parece que la cuestión de Israel trasciende a la capacidad de Trump de dirigir verdaderamente su país. Cabe plantearse si quizás el último presidente que intentó meter en vereda al complejo militar industrial fue aquel que acabase con un tiro en la sien en aquel infausto día de noviembre de 1963 en Dealey Plaza. Mientras escribo estas líneas, se está produciendo un nuevo ataque con misiles balísticos e hipersónicos iraníes que está sembrando el caos en Israel. Por primera vez desde que tengo uso de razón, se está percibiendo una proporcionalidad en los ataques recíprocos. Los ataques de Israel están teniendo una respuesta tan brutal que las imágenes que llegan de Tel Aviv recuerdan al martirio en Gaza. Los ciudadanos de Tel Aviv están conociendo de primera mano el caos y la destrucción que suelen infligir las FDI a sus vecinos semitas. No puedo más que sentir compasión por todos esos niños, en Tel Aviv o Teherán, que sufren las consecuencias del fanatismo de unos, y de la codicia de los otros, porque no conviene olvidar a aquellos que siempre salen beneficiados del holocausto de turno. A estas alturas, la pregunta que titula este artículo se antoja un tanto retórica, pero quizás si muchos la formulásemos en voz alta, esta inocua pregunta retórica podría suponer el principio de algo nuevo: ¿Quién diablos manda en los Estados Unidos?
Sobre el autor
Carlos Sánchez es músico, docente y analista político. Cursó su formación musical superior en la disciplina del jazz en Holanda, en los conservatorios de Groningen y Den Haag, completando su formación como productor e ingeniero de audio en la Middlesex University/SAE Institute de Londres. Formado también en el ámbito jurídico, obtuvo el Grado en Derecho en UNED (España). Durante casi una década ha combinado su actividad docente y musical con su faceta de comunicador, escribiendo artículos sobre su pasión, la geopolítica, de manera frecuente en Diario 16, y presentando Grupo de Control, un espacio semanal de entrevistas dedicado al periodismo de investigación.
Un artículo muy acertado, y con pleno fundamento. La imagen que está dando Trump en relación con los conflictos armados que le están organizando, es penosa. La impresión es que le están toreando, y si no reacciona rápida y contundentemente se lo comen, pues en realidad ese es el propósito de los escenarios contradictorios que le están montando para dejarle en ridículo y desautorizado, y en último término para liquidarle. Actualmente hay mucha y poderosa mala gente trabajando en la sombra para hacerse con el control de la humanidad, y al parecer son todos o casi todos de la misma cuerda.
A Ursula, que dice que en la UE rige el Talmud, habría que dirigirle el mensaje de Eisenhower :
" No debemos dar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta e informada puede obligar a que la enorme maquinaria industrial y militar de defensa se combine adecuadamente con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo que la seguridad y la libertad puedan prosperar juntas”.
Es decir, que a Ursula, lo mismo que a Rutte, a Starmer y a Mertz, hay que sacarles el nicanor
tocando el tambor.
Úrsula Von der Pfizer no deja de ser una lobbista, al final. Gracias por el feedback. Muy acertado.