La Unión Europea: una macrogranja de derechos
J.D. Vance ha constatado que los europeos nos hemos transformado en cabezas de ganado y la UE en una macrogranja intensiva de derechos poshumanos
Yo europeo
Tú europeas
Él europea
Nosotros europeamos
Vosotros europeais
Ellos european
No han sido los señoritos pichabrava de Podemos disfrazados de lumpen y convertidos en eurodiputados. Ha tenido que ser un padre de familia católico, salido del lumpen rural americano pero vestido como un poderoso CEO, el que se ha atrevido a cantarle las cuarenta a la Unión Europea. Ha sido tal el cataclismo provocado por JD Vance que no podemos evitar comparar su discurso en Múnich con la expulsión de los mercaderes del templo, donde Jesús “volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas, mientras les decía: —Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la estáis convirtiendo en una cueva de ladrones.” (Sí, ya sé, muchos de ustedes dirán con razón que si Vance ha llegado a vicepresidente de EEUU es por el siniestro apoyo de Peter Thiel, pero cómo va a salir adelante un pobre, alguien acostumbrado a disparar con pistolita de agua, si no es por intermediación de un mecenas.)
JD Vance desbarató con su verbo sereno los tenderetes “de los que vendían palomas”, de todos esos tecnócratas que en nombre de la paz nos han arrastrado a una guerra suicida en Ucrania mientras nos despersonalizaban mediante un lavado de cerebro propio del Proyecto MK Ultra que nos ha hecho renunciar a nuestros valores más esenciales. Estos valores (disculparán la homilía) son católicos, como demuestran las doce estrellitas marianas de la bandera europea, pues siguiendo el magisterio eterno de Pablo de Tarso afirman la igualdad de todos los seres humanos al margen de su condición étnica, educativa o social. JD Vance no hizo más que recordarle esto a todos los euro-plebéfobos presentes, alertándoles de que la democracia no va de construir infraestructuras ni de mejorar las condiciones de vida (elementos, ambos, reclamados por cualquier dictadura), tampoco de mantener instituciones que salvaguarden la presunta división de poderes, sino de reconocer que cada ciudadano, analfabeto o catedrático, está dotado de una racionalidad y una experiencia en lo que más importa (la supervivencia individual y colectiva) que lo hace portador de sabiduría. Este principio esencial es el que sostiene derechos ciudadanos como el sufragio universal o la libertad religiosa y de opinión que la Unión Europea reformatea con un descaro cada vez mayor.
Porque han de saber, compatriotas, que nos hemos euro-transformado y ahora somos cabezas de ganado de una macrogranja intensiva de derechos poshumanos. Hemos pasado de ser una potencia industrial, alimentaria y turística a ser una potencia de derechos (algo que en el fondo siempre hemos aspirado a ser gracias a la semillita grecolatina que llevamos dentro). Cultivamos de manera industrial pero ecológica derechos para todo el planeta, pues somos nosotros mismos quienes los gestamos, tanto si somos hombres como mujeres o trans. No los ideamos ni mucho menos inoculamos (¡oh, que cosa vírica y antigua, que un cuerpo entre en otro!) porque hemos entendido que en el mundo de hoy los derechos deben ser exigidos por quienes saben realmente del asunto y no por un individuo gestante de derechos cualquiera. Nosotros somos sujetos de derecho, carne de derechos, organismos productores de derechos pero sería absurdo que en plena democracia algorítmica nos quisiésemos erigir en ingenieros de derechos.
No es nada nuevo. La Unión Europea se adelantó a cualquier otra confederación para convertirse en productora industrial de derechos cuando los expertos del ramo decidieron construirla en 1957 en base a esa argamasa política inmune al populacho llamada ordoliberalismo. La gran innovación ordoliberal consistía en hacer que fuese perfectamente democrático sacar a la ciudadanía el poder de decisión para entregarlo a un aparato central de técnicos que deliberaría de acorde a las necesidades de un libre mercado milimétricamente controlado. Por eso, hasta ahora, algunos de nuestros conciudadanos más díscolos y desnortados se han quejado de que no había derecho a que nos redujesen las cuotas lácteas o de pesca, o a que hubiésemos firmado tratados comerciales que privilegiaban los productos agrícolas norteafricanos a los europeos. No entendían que todo derecho significa también altruismo, renuncia y acatamiento de las órdenes.
Pero ahora hemos dado un giro y hemos pasado de ser una avanzadilla de las libertades humanas a convertirnos en la macrogranja intensiva de derechos poshumanos del mundo. Estamos testando distintos tipos de derechos para adaptarnos a la realidad digital de la Cuarta Revolución Industrial. Hemos tomado la responsabilidad de ajustarnos a los tiempos y modificar las coordenadas morales, porque como decía Maquiavelo a veces algo que antes era malo pasa a ser bueno, y algo que en un determinado periodo era en extremo benéfico de repente es de lo más perjudicial. Tener derechos significa tener un cinturón de seguridad que nos salva la vida, pues los derechos permiten que tomemos malas decisiones sin que estas nos afecten lo más mínimo. De ahí nuestro gran primer derecho conquistado hace algo más de dos meses al oprobioso pasado: la anulación de elecciones ganadas por partidos que no convienen al bien común ni al interés de todos los ciudadanos del mundo, como ha sucedido en Rumanía, y como Thierry Breton ha asegurado, en nombre de la Unión Europa, que pasará en Alemania en caso de que triunfe AfD en las elecciones al Bundestag de este próximo domingo.
Tener derechos es tener obligaciones que nos hacen cada vez más responsables y conscientes de lo que debemos hacer, al margen de lo que nos dicte nuestra voluptuosa moral o apetencia. Siempre hemos discriminado a la infancia y pecado de adultocentrismo pese a los gemiditos que la Alicia de Lewis Carroll o la Pippi de Astrid Lingren nos lanzaban para que liberásemos a los niños y los dejásemos ser como nosotros. Polonia, nuevo cerebro y bíceps de la Unión Europa, ha tomado la iniciativa de mano de Donald Tusk, ese Zapatero báltico que después de haber presidido el Consejo Europeo decidió volver a su tierra para combatir a la extrema-derecha. Desde el pasado septiembre todos los niños polacos, de los últimos cursos de Primaria en adelante, tienen el derecho y la obligación de recibir clases de tiro para que así sean capaces de defender con metralletas y pistolas de última generación a la ciudadanía europea del alien ruso.
No encendamos la máquina del fango: no se trata de un rancio y egoísta derecho a las armas como el que tienen los americanos adultos para pararle los pies a sus dirigentes e incluso a las fuerzas del estado si hiciese falta, sino de un derecho moderno que se ajusta a las necesidades de la digitalización y la cogobernanza global. Es un derecho que conquista libertades en nombre de la colectividad y en contra del edadismo. Los niños, transformados en un ejército jenízaro de infantes-escudo, han de obedecer al estado más que a la familia y dar su vida, contra lo que venía siendo común hasta ahora, por sus mayores. Se trata de un derecho complementario al prometido por nuestra presidenta Ursula Von der Leyen el pasado verano en Finlandia, en donde prometió construir búnkeres para que los ciudadanos -se entiende- mayores nos refugiemos en ellos mientras los niños disparan. Es una muestra inusitada de vitalismo, un Nietzsche pasado, digamos, por Javier Solana. ¿Por qué, a fin de cuentas preservar la vida de los que carecen de experiencias y conocimientos en lugar de salvaguardar la de los ciudadanos de mediana edad que atesoran sabiduría ahora que el poshumanismo ha prometido esperanzas de vida plena de al menos 150 años para el 2045? (Señores censores: hola, esto no lo pienso yo… es satírica ironía)
Derecho es obligación, alegría de participar en el bien común. Esto es algo que se hizo evidente en la nueva libertad que oficializó hace escasos meses Pedro Sánchez al proclamar el derecho a no tener hijos, asegurando que era imposible volver a la exigua ratio de natalidad de los años 80. Haciendo gala de sus conocimientos en memoria histórica, Sánchez recuperó y dignificó la racionalidad mariantonetiana, solo que en lugar de ordenar “si no tienen pan, dadles pasteles” indicó que si no tenemos hijos (que no podemos tener, puesto que si es nuestro derecho es también nuestra obligación) acojamos inmigrantes. Es un derecho relacional, pues los mismos inmigrantes tienen ahora derecho y obligación a hacer las funciones sociales que esperaríamos de nuestros hijos, quienes actuarían, claro, por imperativo moral y sin esperar nada a cambio.
¿Sorprendidos? ¿Convertidos ya, los escépticos en patriotas de los derechos europeos? Pues aún hay más, porque recientemente hemos dados luz a un derecho que es el derecho de los derechos y que supone un antes y un después en la historia de las sociedades avanzadas. Hemos renunciado a nuestros egos y ocurrencias ocasionales para mostrar al mundo que es perfectamente democrático extirpar de una vez por todas esa antigualla populista y anti-igualitaria denominada libertad de expresión y sustituirla por el derecho a una información veraz. Pueden pensar que estamos siendo atacados en este sentido, porque por la Segunda Venida de Trump el beato-digital Mark Zuckenberg ha expulsado a los fact-checkers de sus dominios en un desesperado intento ultramontano por mantenernos en el pasado. Pero nada más lejos de la realidad. Hemos empezado ya un proceso de limpieza social de bulos que no se contenta solo con silenciar al ciudadano común sino que se dirige a eliminar al intelectual.
¿Tener más derechos de opinión que un ciudadano común por llamarse a sí mismo “intelectual”? El intelectual es un traidor (¡ya lo dijo Benda!) que debe ser erradicado, pues su palabra incendiaria no se ampara en títulos homologados, ni en sexenios, ni en publicaciones en revistas científicas con revisión por pares como ha defendido en una incontestable llamada al orden en El País Ignacio Sánchez Cuenca, profesor de la Universidad Carlos III. El docto académico anti-fascista presenta como delito de opinión contra la información veraz que un juntaletras sin más como Juan Manuel de Prada ponga en duda sus investigaciones científicas (no ha reparado Sánchez Cuenca en lo machista e inmoral que es, además, el hecho objetivo de que Prada tenga un cuerpo no normativo como el de Lalachús pero las hordas reaccionarias alaben su intelecto y no hagan mención a sus carnes Duroc, como sucede con ella, para explicar su triunfo mediático).
España está siendo ejemplar en la puesta en marcha de este nuevo derecho europeo, pues compensa la anulación de la libertad de expresión con el derecho a que los comunicadores y youtubers seleccionados por el gobierno puedan, sin tener conocimiento ni título alguno, participar en la esfera pública siempre y cuando divulguen las indicaciones ministeriales, como ha revelado esta misma semana Monica Lalanda. Piensen en youtubers bullangueros pero honestos como Gerardo Tecé o en hermosas millenials como La Gata de Schrödinger que durante la crisis del covid-19 tachaba justamente como negacionista desde su silla de gaming a todos los que (catedráticos de epidemiología incluidos) osasen discutir las veraces informaciones y directrices del gobierno. El disciplinamiento de todo patán con ansias intelectuales está siendo tan efectivo que un hombre tan educado, disciplinado y demócrata como Xabier Fortes, presentador del Canal 24h de TVE, cortó hace poco las alas a Fernando Savater llamándole “gañán talibán” por atreverse a cuestionar nuestros consensos. Por no mencionar a Silvia Intxaurrondo, que hace unos días en Carne Cruda llamó a la aniquilación mediática de todos aquellos que no comulguen con la doctrina oficial porque “si los dejas hablar, inyectan veneno”.
Toca, en definitiva, compatriotas, apretar el culo, hacer oídos sordos a discursos como los del Homo sapiens Vance (¡ya Aristóteles, al fin y al cabo, se enfrentaba a la democracia y a los bárbaros!) y tirar de patriotismo europeo. Es hora de resetearse, de ajustar nuestro ser a los nuevos tiempos, de modificar normas y lenguaje. Propongo, por eso, que cancelemos los engorrosos verbos ser y estar y los unifiquemos en el hermoso verbo europear para que así podamos ser todos a uno… usted, yo, Von der Leyen, su cuñado el baboso, el Papa Francisco, su prima la feminista y hasta Jiménez Losantos. Sería algo maravilloso, pues de esta manera en lugar de decir “yo estoy enfermo”, proclamaríamos tarzánicamente “¡yo europeo enfermo!”; en vez de “yo estoy cansado”, “¡yo europeo cansado!”, y así hasta asimilar que somos seres poshumanos que necesitamos que nuestros euro-comisarios nos aprendan a hablar de nuevo.
Sobre el autor
David Souto Alcalde es escritor y doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Nueva York (NYU). Ha sido profesor de cultura temprano moderna en varias universidades estadounidenses. Especializado en la historia del republicanismo y en las relaciones entre política, filosofía y literatura, en los últimos años se ha centrado en explorar los fundamentos del autoritarismo contemporáneo: tecnocracia, poshumanismo y globalismo. Es colaborador habitual de distintos medios y miembro fundador de Brownstone España.
En esto, me siento volteriano: a veces me dan asco -no en el caso de Savater, con quien a veces no estoy de acuerdo, pero al que considero una mente lúcida-, pero defenderé su derecho a expresarse. Además, creo que la actitud inquisitorial, por parte de quienes pretenden defender los valores humanistas, tiene como finalidad práctica ocultar sus propias miserias. Los de un lado cargan contra inmigrantes, trans o paguitas; los del otro, contra ellos, para evitar que veamos cómo han convertido sus principios en finalidades personales despóticas.