La banalización de la educación
Trabajando dentro de los cánones clásicos del reformismo liberal, seguramente podríamos instaurar cambios que mejorarían ligeramente la experiencia educativa de los alumnos en los próximos años
Durante siglos los filósofos han hablado de la naturaleza fundamentalmente espiritual de los procesos de enseñar y de aprender. Pero bajo la influencia de una cultura que ha reemplazado la veneración de las fuerzas trascendentales por la veneración de soluciones mecánicas, la hemos olvidado, resultando en una tendencia a ver al estudiante como un tipo de máquina que procesa “datos” en vez de lo que es por naturaleza: un milagro de carne y hueso capaz de los actos de alquimia mental más radicales y creativos
La degradación auto-evidente de la calidad educativa hoy en día tiene varias causas. Pero de todas ellas hay tres que, para mí, destacan por encima del resto. La primera es la aparente incapacidad de los cuadros docentes de analizar rigurosamente el impacto de las nuevas tecnologías sobre la cultura en general y los patrones cognitivos de los alumnos en particular. La segunda es el abandono rápido y muchas veces poco meditado dentro de los mismos cuerpos docentes del papel muy importante de la ejemplaridad y el amor en los procesos educativos. La tercera es la tendencia del profesorado, alienado por la excesiva promoción del individualismo agresivo bajo la actual ética neoliberal, de intentar remediar este mal con una drástica minimización de los conceptos de mérito y de responsabilidad personal en las interacciones con sus alumnos.
Vamos por partes.
En su Divertirse hasta morir: El discurso público en la era del “show business” (1984), el gran filósofo de la educación Neil Postman, siguiendo los pasos de su mentor Marshall McLuhan, nos recuerda una y otra vez de una dinámica importante. Mientras nosotros, como seguidores del moderno credo del progreso lineal inexorable, nos fijamos casi exclusivamente en los supuestos beneficios provistos por las nuevas tecnologías comunicativas, tendemos a ignorar como estas mismas innovaciones alteran fundamentalmente nuestra percepción de la realidad, es decir, que cada nueva tecnología lleva consigo una nueva epistemología, esto es, una nueva forma de organizar mentalmente los elementos físicos, espaciales y temporales de nuestras vidas.
El teórico neoyorquino creía que no es aconsejable ni posible intentar detener el avance de las nuevas herramientas de comunicación. Pero advertía que todas las personas interesadas en la continuidad y el enriquecimiento de la cultura tienen la responsabilidad de hablar de manera abierta y honesta sobre cuáles son las cualidades cognitivas y humanas que se pierden y cuáles son las que se ganan con la adopción de cada gran novedad tecnológica.
Es solo cuando sabemos qué nuevas tecnologías hacen (o no) más profundo y duradero la aprehensión de las habilidades y los cánones de conocimientos que nosotros, los adultos, hemos señalizado como esenciales para la consecución de la buena vida, que debemos emplearlas en el aula.
Pero claro, para ello, tendríamos que haber hecho algo que no hemos hecho todavía como ciudadanos, educadores y administradores: mantener un debate serio sobre qué es esa “buena vida” de la que hablaban los filósofos griegos (y cada educador serio de la historia hasta hace poco), y cuáles son las habilidades, y quizás más importante, las disposiciones mentales y psíquicas que, una vez cultivadas, tienen más posibilidades de dirigir las mentes jóvenes hacia ella.
Y esta confusión nos remite al segundo problema mencionado al principio.
Cómo decíamos antes, las innovaciones técnicas alteran profundamente nuestras maneras de percibir la realidad. Y cuando personas como Postman reflexionan sobre este fenómeno, hablan sobre todo de los cambios relacionados con nuestras percepciones del espacio y del tiempo. Lo que no hacen con tanta frecuencia, sin embargo, es destacar como las innovaciones tecnológicas alteran nuestra percepción de naturaleza misma de los seres humanos.
Me refiero a la tendencia cada vez más frecuente de conceptualizar a los alumnos como máquinas, y de ahí, el proceso de aprendizaje en términos de operaciones de ordenador en que el output (el conocimiento) es un mero producto de la suma de los inputs (las informaciones) provistos cuidadosamente por el programador (el profesor).
Pero mucho más que procesadores de la información, los jóvenes son intensos buscadores de lo trascendental, esto es, de cosas y experiencias que los transportan más allá de los elementos corrientes de sus vidas. Por eso toman tantos riesgos durante la adolescencia. Y por eso también buscan, muchas veces sin poder admitírselo, a adultos que poseen lo que ellos todavía no tienen: un conocimiento de su propia fuerza, unicidad y talento.
Están siempre buscando faros de ejemplaridad, visiones de lo que significa ser una persona intelectualmente formada, con capacidad de luchar con la vida y con las ideas complejas con entusiasmo, aplomo y un estilo propio. Y si nosotros, por falta de seguridad propia, o por miedo a ser vistos como “represivos” no les mostramos esta autoridad —entendida aquí en términos del deseo de querer ser los verdaderos autores de nuestras vidas— la buscarán en otro lugar.
Al mismo tiempo siempre están buscando el amor, cosa que no hay que confundir, que como tantas veces se hace hoy en día, con la indulgencia en sus maneras inmaduras de ser. No, están buscando una estima, afinada por la observación constante, cuidadosa y compasiva de ellos por parte del docente, que reconoce la manera única de ser de cada cual, y que les expresa una y otra vez, de varias maneras, que son mucho más inteligentes y capaces de lo que creían.
Pero para poder actuar así con los jóvenes de una manera consistente, el propio docente tiene que haber cultivado una fuente propia de vitalismo, arraigado en una convicción férrea de que el proceso de aprender es en sí mismo una idea noble y humanizante, y no un mero elemento accesorio del omnipresente juego de ganarse la vida.
Y con esto llegamos a la última gran barrera contra la excelencia intelectual y humana en nuestras escuelas: la abulia generada en muchos docentes por el sistema económico reinante.
Mientras nuestro sistema económico nos promete constantemente la abundancia y la felicidad, se sostiene, de hecho, a través del cultivo de la precariedad y la ansiedad entre gran parte de la población. Y lo que es peor, como nos advirtió Debord hace ya más de cincuenta años, su espectáculo consumista tiende a devorar tradiciones, valores y presupuestos éticos como, por ejemplo, la noción de que tiene de existir una cierta relación entre la dificultad, peligrosidad o valor social inherente a un trabajo y su remuneración— que proveyeron una medida de orden social durante mucho tiempo. Ante este panorama caótico es un reto no ceder al desaliento, y de aquí la tentación de querer “liberar” a los alumnos del supuesto peso muerto de cánones tradicionales de responsabilidad personal, o de los sistemas que otorgan méritos a base de resultados palpables.
Frente a esta tentación, tenemos que recordar que en la vida de un joven solo hay una cosa peor que sufrir los ataques injustos de los poderes adultos en su vida. Y es intuir que los adultos en su vida son, o quieren actuar como, niños grandes, seres incapaces de mostrarles posibles maneras de luchar por la dignidad personal en un mundo que, a pesar de toda la retórica ventilada en los medios en pro de la inclusión y la diversidad, etc., se caracteriza cada vez más por su enorme intolerancia hacia los individuos que discrepan de las narrativas dominantes emitidas por los grandes centros del poder cultural.
Tener amigos que nos escuchan compasivamente es fantástico. Pero, en general solo podemos desarrollar la “resistencia íntima” de que nos habla de manera tan elocuente Josep Maria Esquirol, y que nos blinda durante las infinitas luchas de la vida, observando las formas de ser de las personas mayores que, habiendo dialogado y luchado ellas mismos con varias autoridades en sus vidas (tanto las “justas” como las “injustas”), han podido desarrollar su propia filosofía y su propio praxis de la vida.
Cuando nosotros, los docentes adultos investidos de autoridad por la sociedad, bajamos al nivel de meros amigos compasivos de los alumnos, corremos el riesgo de desvirtuar por completo este esencial proceso de tutelaje vital.
Parece mentira, pero hemos necesitado unos quince años para empezar un debate serio sobre la conveniencia o no de permitir la entrada en las escuelas de los teléfonos móviles, una de las tecnologías más disruptivas en la historia de la humanidad. Quizás sean un gran acelerador del aprendizaje. Y quizás no. Pero es una vergüenza que los hayamos dejado entrar en el ámbito académico sin un debate previo muy serio sobre sus posibles consecuencias negativas.
Durante siglos los filósofos han hablado de la naturaleza fundamentalmente espiritual de los procesos de enseñar y de aprender. Pero bajo la influencia de una cultura que ha reemplazado la veneración de las fuerzas trascendentales por la veneración de soluciones mecánicas, la hemos olvidado, resultando en una tendencia a ver al estudiante como un tipo de máquina que procesa “datos” en vez de lo que es por naturaleza: un milagro de carne y hueso capaz de los actos de alquimia mental más radicales y creativos.
El neoliberalismo consumista es, para parafrasear la famosa letra de León Gieco, “un monstruo que pisa fuerte”. Y huelga decir que ante ese monstruo los alumnos necesitan compasión. Pero quizás necesitan más todavía iniciarse en librar un combate inteligente contra las figuras de autoridad que habrá en sus vidas. Así que, en lugar de intentar protegerles del dolor y de los enfrentamientos con sus mayores, deberíamos intentar ofrecerles amplias oportunidades de disputa en condiciones circunscritas por un respeto fundamental por su humanidad y por la nuestra.
Trabajando dentro de los cánones clásicos del reformismo liberal, seguramente podríamos instaurar cambios que mejorarían ligeramente la experiencia educativa de los alumnos en los próximos años. Pero me parece que en el momento que estamos viviendo, marcado por cambios en nuestras percepciones de muchos de los elementos más básicos de la existencia, unas reformas paulatinas de este tipo ya no bastarán. No, para hacer frente a los retos educativos de nuestro tiempo con soluciones duraderas, en nuestra busca de respuestas tendremos que volver, paradójicamente, a las raíces espirituales y/o trascendentales de la educación.
El Autor
Thomas Harrington es catedrático emérito de Estudios Hispánicos en Trinity College en Hartford, Connecticut en los EE.U.U, así como Senior Brownstone Scholar, Brownstone Fellow y co-fundador de Brownstone España. Su investigaciones académicas se centran en los movimientos ibéricos de identidad nacional, las relaciones culturales intra-ibéricas y las emigraciones ibéricas hacia las Américas. Sus escritos sobre la política y la cultura han aparecido con frecuencia en la prensa estadounidense, así como en varios medios de comunicación en España. Es autor de cinco libros, siendo el último de ellos The Treason of the Experts: Covid and the Credentialed Class (2023). Varios de sus artículos de prensa y una muestra de su fotografía se encuentran en Words in The Pursuit of Light. Se puede acceder a una selección de sus trabajos académicos en https://trincoll.academia.edu/tharrington