Graciela Iturbide: cuando hablan las sombras
Sobre la exposición de la artista en la Fundación Casa de México en Madrid (hasta el 14 de septiembre) y los lazos entre España y México.
OJO DE VOLCÁN
En el ruedo un toro
escarba el mundo con las pezuñas:
me espera.
Yo paso dormida sobre una nube
y me arrojo.
Natalia Toledo
Decía la escritora mexicana Verónica Volkow que mientras que en la fotografía del gran Álvarez Bravo estamos ante un destino, en la de Graciela Iturbide, en cambio, estamos como ante un sueño. Recordemos que, si un destino sería algo que nos espera, un sueño, como argumentaba Freud en su Traumdeutung, tiene en cambio un estatuto de acto. La tensión poética que Iturbide hace surgir en muchas de sus fotografías tiene ciertamente algo de teatral, como si lo inarticulado pasara a la acción y, al hacerlo, velara… ¿No es de ahí de donde viene la palabra griega skené? Pensemos en la escena de la niña (ropas claras, piel oscura) con la pierna apoyada y levantada por un peldaño mientras observa algo invisible para el espectador. O esa otra en Juchitán, Oaxaca, de la mujer sosteniendo un marco que diluye su rostro a lado de las sombras de un árbol. Si Octavio Paz le dijo a Álvarez Bravo que la vida es en blanco y negro, fue probablemente porque la profusión de colores —tan atosigante hoy en día—impide el arrojo que poseen los sueños y que encontramos también en el mundo de Iturbide. En él hallamos una obra que no está hecha de razonamientos, sino de complicidad y asombro; que no se basa en la imagen sino en la oscuridad impalpable que esta despliega. Cuando habla la luz, también hablan las sombras. Como contaba ella misma en una entrevista: “Fotografío así porque así me acostumbré, y así seguí, y así me gusta. En general, las fotos de color las siento como de mentira, fíjate, qué raro”.
Las fotografías que encontramos en la exposición de la Fundación Casa de México en Madrid no van sobre “temas” o “lugares”. No se trata de las comunidades originarias ni del tan trillado realismo mágico. Tampoco de una estética latinoamericana que, en palabras de la misma Iturbide, no es más que “un invento europeo para vender más”. En la teoría del arte suele repetirse que la condición sine qua non para que haya imagen es la alteridad. Pero no una alteridad como la que hoy todos enarbolan felizmente mientras se hacen selfies. De hecho, que la muerte y la violencia sean el eje espectacular e ideológico de la información imperante a la que estamos alienados habla más de nuestra actual aversión a lo trágico que de lo que realmente les pasa a los otros. Como decía Régis Debray en su libro Vida y muerte de la imagen:
“Somos la primera civilización que puede creerse autorizada por sus aparatos a dar crédito a sus ojos. La primera en haber establecido un rasgo de igualdad entre visibilidad, realidad y veracidad. Todas las otras, y la nuestra hasta ayer, estimaban que la imagen impide ver…”
Pero volvamos a Iturbide. Tanto la inocencia de los niños fotografiados por ella como, digamos, la dulzura de los adultos, están de alguna forma alterados. Me refiero, por ejemplo, a Jano, el niño de los disfraces superpuestos. O a esa pareja frente a un sahuaro en el desierto de Sonora, ella descalza, con la mano en el bolsillo y él apoyado en un rifle. Los recursos hacia cualquier tradición son secundarios aquí, pues la extrañeza brota como un elemento por separado, sin necesidad de exponer algo específico. No es la "abstracción" de una vida así o asá, de su dureza o su belleza, sino más bien la concentración de un momento inesperado que normalmente se nos escapa y pasa desapercibido. Hay algo per-verso en el arte de Iturbide que versa en sus capturas, algo que le da la vuelta a la tortilla. Cuando Borges decía que la poesía no es un privilegio del poeta es porque la vida está llena de pequeños accidentes que nos llaman a gritos con su mutismo, como aquella placa en una calle desconocida de Italia que encontramos en la misma exposición: SUONARE.
Lo que Roland Barthes llegó a llamar el punctum en su precioso ensayo La cámara lúcida, una herida de algo que se fuga, es lo que otorga a una obra como la de Iturbide la ambivalencia necesaria que la hace perdurable, que nos hace volver a ella para desentrañarla. Es en parte por esto que la fotógrafa ha sido merecedora del Premio Princesa de Asturias de las Artes en España. Pero hay algo más, relacionado con lo que, en el mismo ensayo, Barthes llama studium: en este caso, sería la dedicación y complicidad que Iturbide ha tenido a lo largo de su vida con diversas comunidades indígenas. También al hecho de que este mismo año el Museo Nacional de Antropología de México, concebido para albergar y reflexionar sobre el legado de los pueblos mesoamericanos, ha sido galardonado con el Premio Princesa de Asturias de la… Concordia. Y no olvidemos la exposición que el Museo Nacional del Prado en Madrid ha dedicado a la Virgen de Guadalupe (Tan lejos, tan cerca, Guadalupe de México en España), uno de los fenómenos más importantes del sincretismo religioso que se dio en la época colonial y que resalta, por así decirlo, una especie de mudanza de dioses latente hasta nuestros días. En palabras de la misma institución, la exposición está hecha para “recuperar un capítulo olvidado en las relaciones culturales entre España y México”. El que se haya tomado la molestia de leer con atención la carta que envió hace ya cuatro años el entonces presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador a Felipe VI (y no la manoseada versión de los medios españoles), podrá ver que, en cierta forma, la respuesta española a la petición del mandatario se ha hecho oír. Es cierto que solo a una parte de ella y de modo no convencional, pero valdría la pena otorgarles a todos estos gestos la atención que se merecen en ambas orillas del océano.
El autor de Los condenados de la tierra e inspirador de los estudios poscoloniales, Frantz Fanon, decía no ser partidario del arrepentimiento, del perdón público ni de las reparaciones. Para él, en la idea de arrepentimiento había un peligro, el posible blanqueo de un pasado irreparable y el reinicio, engañoso, de una relación libre de culpas. No por casualidad, la idea del perdón ha sido puesta en boga por el norte global: Canadá con los indígenas, Bélgica en el Congo, etc. De los casos más dudosos está el de la Alemania actual con los judíos y el Holocausto, lo que ha supuesto una especie de cheque en blanco para las atrocidades (limpieza étnica incluida) que está cometiendo actualmente el estado de Israel.
Pero regresemos al principio ya que, así como hay algo de Álvarez Bravo en Iturbide, también existe una relación estrecha entre los sueños y el destino. Es lo trágico, o, dicho de otra forma, lo impensable que nos habita en nuestros pequeños actos, lo que puede habilitar una nueva lectura de las relaciones. Por eso en los sueños es donde antiguamente se solía leer el destino. En ellos, en su pantalla alucinada, es donde algo otro toma la palabra a pesar de nuestras certezas. Los fenómenos a los que ha apuntado la respuesta de España piden una lectura distinta, sobre todo, una lectura no reduccionista. Apuntan también a supervivencias de fuerzas antiguas, aquellas que fascinaban tanto a Aby Warburg y que lo llevaron a convivir con los indios Pueblo y Navajo de Estados Unidos, en la región que anteriormente fue territorio novohispano y mexicano.
Es la cultura de la cancelación y el victimismo imperante, aquella que se originó en EE.UU. y ha americanizado medio mundo occidental, la que nos pretende libres de todo mal, elegidos que silencian así, de paso, a las verdaderas víctimas. Estas, por cierto, son siempre las actuales, sojuzgadas por una impunidad renovada, y no las de hace cien o trescientos años.
¿Es la pregunta por el origen lo más viejo, o lo más nuevo? Para muchas culturas antiguas, penetrar el pasado era conocer algo de lo que podía avecinarse, adivinar un presente que siempre está en marcha. ¿Sería entonces el destino aquello hacia lo cual vamos, o aquello de lo cual venimos? Me da la impresión de que, en todas las magníficas fotografías de esta exposición, Graciela Iturbide, mexicana de origen vasco, nos sugiere que la cifra del pasado sigue esperando delante, en un porvenir que todavía carece de lenguaje.
Sobre la autora
Jazmín Rincón, Ciudad de México. Estudio en la Escuela de Artes de Utrecht (HKU), en Holanda. Es doctora en historia del arte (UNAM), profesora y psicoanalista. Escribe habitualmente en medios como Letras Libres y vive en Madrid. Ha publicado recientemente el libro de poemas Sonoro.