Final de partida
Son tiempos nuevos y muy prometedores, en los que lo viejo se desmantela con cuidado y algo completamente nuevo ocupa su lugar
La administración Trump, a través del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) y la Oficina de Administración de Personal, ha enviado un nuevo correo electrónico a todos los empleados federales con un requerimiento habitual: la presentación de cinco tareas realizadas en la última semana.
Es una tarea sencilla. Se despacha en cinco minutos. En el sector de servicios, esto es algo completamente normal, incluso rutinario. Hacer un inventario de la fuerza laboral es algo corriente en cualquier nuevo equipo directivo del sector privado.
De manera peculiar, ha provocado una total alteración entre los comentaristas oficiales. Los sindicatos están preparando demandas judiciales. El pánico y el frenesí son palpables. Resulta que ningún nuevo presidente había hecho antes algo así: ningún demócrata que creyera en el buen gobierno y ningún republicano que supuestamente desconfiase de la burocracia.
Algo dramático ha impactado en Washington. Y no es solo Trump.
El partido que ahora controla el poder ejecutivo de EE.UU. es un tercer partido construido a partir de los cadáveres de los dos partidos existentes. Se hace llamar Republicano, pero esto es casi un accidente histórico. El Partido Republicano era el buque menos protegido contra la invasión y la ocupación. Ahora ha sido prácticamente tomado por personas de fuera que tenían poca o ninguna influencia dentro del partido hace una década.
Casi todos los altos cargos que ahora están en el poder (incluido Trump, por supuesto, pero también Musk, Gabbard, Kennedy, Lutnick y tantos otros, por no hablar de los propios votantes) son refugiados del Partido Demócrata. Las coaliciones han cambiado drásticamente. Los bloques de votantes han migrado. Y los debates y las prioridades políticas no se parecen en nada a lo que habían sido en cualquier periodo desde el final de la Gran Guerra.
Los nuevos inquilinos dejaron un Partido Demócrata que estaba y está ocupado consumiéndose en frenesíes rousseaunianos sobre temas que a la mayoría de la gente no le interesan o a los que se oponen por completo. El establishment heredado del Partido Republicano, sin embargo, nunca les dio la bienvenida. Fueron odiados y resistidos a cada paso.
La migración de Kennedy
Para entender la increíble trayectoria y celeridad de esta creación de un tercer partido dentro de una estructura bipartidista, téngase en cuenta que no hace ni dos años que Robert F. Kennedy Jr. se planteó por vez primera presentarse a la presidencia como demócrata.
Las condiciones eran excepcionales. Había ganado una enorme cantidad de seguidores por su valentía durante la pandemia, oponiéndosee a los confinamientos, alzando la voz contra la censura y las violaciones de derechos, y denunciando la imposición de inoculaciones que no aportaban nada a la salud pública.
En 2023, el presidente Biden no era ni popular ni creíble como líder supremo, menos todavía como candidato a un segundo mandato. En aquel momento, el grupo de Kennedy pensó que si se presentaba a la nominación demócrata, obligaría a unas primarias abiertas y podría devolver el partido a sus raíces, alejándolo del totalitarismo woke y acercándolo a los valores políticos de su padre y su tío.
En teoría, todo ello parecía plausible. Sus primeros actos fueron eventos multitudinarios. El dinero fue llegando. Los voluntarios se iban apuntando para trabajar en la campaña. Los primeros anuncios que aparecieron eran nostálgicos de una época perdida, de una América anterior a la destrucción de la cultura cívica que se produjo con el asesinato de su tío en 1963. El marco e incluso la música de su campaña reflejaban esos temas.
Si alguien podía recomponer al Partido Demócrata, ese era sin duda Kennedy, con toda su vida de activismo y de experiencia litigando contra la captura corporativa de agencias, además de su reciente campaña en favor de los derechos humanos y la libertad de expresión. Aquí se suponía que los demócratas todavía tenían alguna base de apoyo que afirmaba esos valores. Y tal vez eso era cierto, pero sus intenciones chocaron de frente contra la maquinaria que dirige el partido.
Su intención era desafiar a Trump por la presidencia, y la base de su desafío era bastante obvia. Al fin y al cabo, fue bajo la supervisión de Trump que comenzaron los confinamientos y se desplegó el aparato legal que llevó a las peligrosas inoculaciones. Fue Trump quien inició la crisis económica con oleada tras oleada de estímulos y expansión monetaria. Era un hecho empírico que había presidido la peor invasión de derechos realizada por cualquier presidente en la historia.
Así estaban las cosas hace apenas dos años. Cuando se hizo evidente que no habría primarias abiertas, Kennedy se dejó tentar por la posibilidad de presentarse como candidato independiente. El problema más inmediato, el de poder concurrir a las urnas, fue muy duro. Al fin y al cabo, el sistema está diseñado únicamente para dos partidos y no quieren competencia a menos que ganen algo con ello. Eso no era evidente con Kennedy (atraía a votantes de ambos partidos por igual), así que todos los poderes querían excluirlo.
El otro problema está en la lógica implacable del sistema electoral en que el ganador se lo lleva todo. Con la ley de Duverger, estas contiendas suelen reducirse a dos opciones. Esta lógica no sólo se aplica a la política, sino a todo tipo de votación. Si ofreces a los invitados a una fiesta la posibilidad de votar sobre la cena, y la mayoría prevalece sobre la minoría, todos pasarán inmediatamente de votar por la comida que más les gusta a votar contra la que más odian.
Por alguna razón, este patrón de voto estratégico rara vez se menciona en la sociedad, pero es una realidad en la política estadounidense. Los votantes eligen en contra del candidato que más temen y a favor de la persona que creen que puede ganar para evitar el peor resultado posible. En el caso de Kennedy significaba que, sin importar el entusiasmo que despertaba en la gente, terminarían apoyando a Biden o a Trump.
Durante el verano, esta lógica se fue imponiendo con fuerza en la campaña de Kennedy, a la vez que Trump se enfrentaba a niveles asombrosos de guerra jurídica del estado profundo, además de un intento de asesinato, lo que evocó un profundo trauma familiar en Kennedy. Esto llevó a algunas conversaciones entre ambos, que resultaron en un realineamiento histórico en la política.
Durante estas conversaciones, Trump fue honesto sobre lo que sucedió durante el período del Covid. Le había mentido su burocracia, los expertos que le habían sido asignados para convencerle de que este virus era un arma biológica con un posible remedio en forma de una nueva vacuna. A regañadientes y solo por un tiempo limitado, cedió a lo que todos, incluidos miembros de su familia y opinadores conservadores, le decían que hiciera.
En cuanto a Warp Speed, a Trump siempre le pareció un intento agresivo de encontrar una solución. Fuentes nacionales e internacionales habían mencionado la hidroxicloroquina como una terapia viable, por lo que ordenó su distribución masiva.
En aquellos días era prácticamente inconcebible que la burocracia profunda no sólo eliminara de la distribución ese medicamento y otros que podían aprovecharse, sino que incluso produjera estudios falsos para atacarlos, todo ello en un esfuerzo por promocionar el nuevo producto farmacéutico. Trump seguramente quedó atónito al ver que estos acontecimientos se desarrollaban de una forma que no podía controlar.
En este punto, tanto Trump como RFK Jr. coincidieron en los peligros que para la salud estadounidense conllevan diversas circunstancias, incluido el abuso de productos farmacéuticos. Trump aprendió de la experiencia de Kennedy en este asunto y se pusieron de acuerdo. Y no sólo en este tema, sino también en el mal de las agencias capturadas, de la censura y de la manipulación por parte del estado profundo de la cultura pública.
Por supuesto, nunca se iban a poner de acuerdo en cuestiones de gas y petróleo, pero también aquí Kennedy se había visto impelido por los años del Covid a reconsiderar la supuesta ciencia detrás del cambio climático, especialmente la que recomendaba más padecimiento humano como medio para resolver una supuesta amenaza existencial.
Tal vez nunca sepamos todo lo que ocurrió durante esos dos días, pero aquellas conversaciones cambiaron la historia, al unir a dos poderosas fuerzas de la cultura estadounidense que durante mucho tiempo habían estado separadas por etiquetas de partido e identidades tribales: el nacionalismo burgués y el liberalismo de élite de la comida sana. Resultó que tenían un enemigo común.
Ahora Kennedy es el nuevo ministro de Salud y Servicios Humanos de la administración de Trump, que está produciendo el mayor intento de derrotar al establishment de Washington desde Andrew Jackson. Su objetivo es dar un golpe de timón a todo el barco del Estado, la industria y la ciencia, alejándolos de la falsedad y de la corrupción industrial que emanan del enfoque único en las enfermedades infecciosas, hacia un nuevo enfoque en las enfermedades crónicas con soluciones naturales y basadas en la ciencia. Se trata de una tarea hercúlea.
La migración de Musk
Elon Musk es la tercera fuerza dentro de este triunvirato de liderazgo del nuevo partido. Antes de 2020, era un inversor y empresario políticamente convencional. En general se asociaba con el partido por defecto de las élites, los demócratas. Luego llegaron los confinamientos. Fue el único líder corporativo importante en EE.UU. y probablemente en cualquier lugar del mundo industrializado que se alzó públicamente en protesta. Dijo que preferiría dormir en el suelo de su fábrica que cerrarla. Se negó a la vacunación obligatoria en todas sus empresas. Sacó a Tesla de California y la trasladó a Texas. Sacó todos sus registros corporativos de Delaware.
En 2023, era un hombre cambiado, consciente de la amenaza del Leviatán, y se sumergió profundamente en la literatura antiestatista. Tuvo que enfrentarse a batallas en su propia familia sobre la ideología woke, y eso acabó de completar su transformación intelectual. Entró en la política del momento con una nueva conciencia. Si antes consideraba la burocracia molestamente necesaria, pasó a verla cada vez más como fuente de una tiranía desenfrenada.
En cierto sentido, el encuentro de Trump y Musk (como el de Trump y Kennedy) era completamente improbable. Musk consideraba su mayor logro como empresario el haber realizado la contribución más poderosa a la energía limpia hasta el momento, quebrando el monopolio automovilístico y produciendo en masa el primer automóvil eléctrico comercialmente viable. Trump, por su parte, había jurado acabar con los subsidios a los automóviles eléctricos y había pedido la desregulación del petróleo y el gas. Vincularse a Trump significaba poner en riesgo incluso la exención de impuestos para los usuarios de vehículos eléctricos.
Pero estaba preparado para ello. Como Kennedy, se había convencido de que la propia civilización occidental está en peligro a causa de un Leviatán woke que mostró sus dientes de la forma más brutal durante los años del Covid. Su motivo para comprar Twitter por 44 mil millones de dólares fue desmantelar el cártel de la censura que se había erigido para hacer cumplir los confinamientos y promover la vacuna. Una vez que tomó el control, descubrió el alcance del control gubernamental, lo cortó de raíz y desamarró la libertad de expresión en Estados Unidos.
También aquí Musk compartía esta preocupación con Kennedy y Trump. Los tres coincidieron en la cuestión crucial: la necesidad apremiante de detener y aplastar el poder y el alcance del estado administrativo. Se trata de una cuestión transversal a la izquierda y derecha, a demócratas y republicanos, a liberales y conservadores, y a todas las demás categorías tradicionales.
La migración de Gabbard
Otro tema clave aquí era el de la seguridad nacional, en el que décadas de “guerras para siempre” neoconservadoras habían generado resentimiento y fracaso en el extranjero, lo que hizo pasar a la elocuente Tulsi Gabbard del bando demócrata al de Trump, junto con otras personas influyentes como Pete Hegseth, que vio que los inquietudes militares tradicionales habían dejado paso a la ideología woke que Musk despreciaba y Kennedy consideraba profundamente corruptora de las inquietudes liberales tradicionales.
Sus intereses encajaban con la rebelión contra el globalismo en general, que había adoptado la forma de guerras interminables e imposibles de ganar, grifos descontrolados de ayuda exterior y saqueo del contribuyente en forma de subsidios a gremios internacionales de agencias y ONGs, además del cruel uso de la inmigración como herramienta de manipulación electoral. El tema de la inmigración despertó el impulso populista por un nuevo nacionalismo que reunía a los nuevos refugiados de los sectores pacifistas de la izquierda y la derecha.
El propio Donald Trump ha hecho su propia migración. Mercantilista industrial desde sus primeras declaraciones públicas, fue absorbiendo gradualmente un antiestatismo de facto una vez que su desafortunado primer mandato fue subvertido desde dentro y luego se enfrentó a una lawfare sin precedentes e incluso a intentos de asesinato para detener su segundo mandato. Cuando le dijo al Partido Libertario que esa lawfare lo convertía en un libertario de espíritu, estaba siendo sincero. El nuevo jefe de estado se volvió efectivamente contra el estado y todos sus engranajes.
Todos estos caminos son enrevesados, pero llegaron al punto de ejercer una enorme influencia sobre la opinión pública, tras los años del Covid que desacreditaron a las élites existentes y prepararon el camino para una forma completamente nueva de abordar el gobierno y la vida pública. Dada la cultura de memes de nuestro tiempo, este nuevo partido usó varios nombres, primero MAGA y luego MAHA y luego DOGE (en homenaje a la moneda meme que comenzó como una broma y luego se volvió real).
MAGA/MAHA/DOGE no es exactamente el nombre más llamativo para el nuevo partido gobernante, pero es mucho más preciso que Republicano, y no digamos Demócrata. Es un nuevo partido formado a partir de los cascarones desacreditados de los dos partidos institucionales, que perdieron la confianza de la gente durante décadas de mal gobierno que culminaron en un maldito intento de dominar las dinámicas del mundo de la microbiología.
En un sentido kuhniano, el colapso del paradigma ortodoxo (gobierno de agencias administrativas guiadas por una ciencia capturada por intereses creados) se había completado en 2023, allanando el camino para la coalición pre-paradigmática de estos personajes fascinantes, respaldados por movimientos populares que tienen su reflejo en muchos países y que generalmente navegan bajo la bandera del populismo. Y aquí está el hecho crucial: estos líderes tienen su alcance, influencia y poder porque las causas que representan han alcanzado la mayoría de edad con una población completamente harta del mal gobierno de los expertos.
Son tiempos nuevos y muy prometedores, en los que lo viejo se desmantela con cuidado y algo completamente nuevo ocupa su lugar. Encontramos las raíces de la ideología del estado administrativo en las obras de Woodrow Wilson, y basta con leer unos minutos sus fantasías delirantes sobre cómo la ciencia y la coacción forjarían un mundo mejor para entender que era sólo cuestión de tiempo hasta que todo el experimento se hiciera trizas.
Ha tardado más de un siglo, pero ese día por fin ha llegado. El paradigma ha cambiado. Pese a todo el desorden y frenesí (caos, confusión y traiciones incluidos), estos tiempos brindan al menos la oportunidad de reafirmar un principio fundacional de la Ilustración: a saber, que los ciudadanos han de tener un papel fluyente e influyente en las dinámicas del régimen bajo el que se ven obligados a vivir.
Sobre el autor
Jeffrey Tucker es fundador, autor y presidente del Brownstone Institute. También es columnista senior de economía de Epoch Times, autor de 10 libros, entre ellos Life After Lockdown y de miles de artículos en la prensa académica y popular. Trata ampliamente sobre temas de economía, tecnología, filosofía social y cultura.
No me siento tan confiado en la nueva Administración de EEUU, pero sí reconozco su potencia a la hora de poner de manifiesto la gran contradicción del sistema: salvemos el discurso a costa de las personas. No entiendo por qué a Trump, Milei, Bolsonaro y compañía se les asignan viejas etiquetas de fascismo o extrema derecha, cuando, independientemente de la calidad de su gestión, representan algo completamente nuevo y, como ellos mismos dicen, revolucionario. Si su perversidad alcanza las cotas que denuncian los estamentos bien pensantes, quizá la solución se encuentre más fácilmente en desarrollar la libertad, la auténtica circulación de ideas o una transparencia escalable desde la ciudadanía hasta las más altas estructuras de poder. Lo de señalar a la otra parte como responsable del cataclismo ya hemos comprobado que no funciona.