Elogio de la elegancia
La elegancia importa porque nos permite resistir a la homogeneización inhumana impuesta por las élites, quienes tratan de convencernos de que todos somos intercambiables y, por tanto, prescindibles.
Recientemente, una maestra de primaria del área de Nueva York me contó que, desde la pandemia, varios de sus compañeros han empezado a dar clases en pijama.
Barcelona, una ciudad cuya cultura he estudiado y admirado durante más de tres décadas, y que en su día fue conocida por el esplendor estilístico y la amabilidad interpersonal de sus habitantes, empieza ahora a parecerse a muchos lugares de Estados Unidos por la aceptación de sus habitantes de la descuidada vestimenta y una indiferencia casi zombi en sus interacciones públicas.
El síndrome de la rana hervida es popular entre los analistas culturales precisamente porque explica que nos comportamos como criaturas que buscan la estasis. El paso del tiempo —nuestro único recurso verdadero como seres humanos mortales— es, sin duda, inexorable. Sabiendo que esto es aterrador, desarrollamos trucos mentales para ignorar este hecho relevante. Una forma de hacerlo es minimizar la naturaleza y la magnitud de las tendencias históricas reveladoras que ocurren ante nuestras narices.
Es muy posible que estemos haciendo precisamente esto en Estados Unidos y en muchos lugares de Europa, vista la creciente indiferencia hacia el cuidado personal y la cortesía pública.
Para muchos, esto puede sonar como un intento nostálgico de revivir los cánones de comportamiento del pasado. Lo que estamos viendo, sospecho que argumentarán, es otra de las muchas oscilaciones normales en el estilo y el gusto a lo largo del tiempo. Otros incluso podrán considerar lo que está sucediendo como una liberación necesaria de modelos sociales obsoletos que, en el pasado, afectaron gravemente la libertad personal y la creatividad en el vestir.
Pero valorar el derrumbe de alguna de nuestra formas de civismo más básicas de cualquiera de estas maneras es, en mi opinión, ignorar el vínculo implícito en la mayoría de las culturas a lo largo de la historia entre la autopresentación estética y el presunto carácter moral. Aunque desde pequeños nos dicen una y otra vez que no se puede juzgar un libro por su portada, la mayoría no lo creemos realmente. La mayoría de las personas, incluso las más pobres, siempre han querido lucir lo mejor posible al mostrarse en público. Y a menudo han hecho todo lo posible para garantizarlo.
Entonces, ¿por qué este anhelo ancestral parece desaparecer ante nuestros ojos hoy en día?
En cierto modo, creo que tiene mucho que ver con una extraña invención posmoderna conocida como el concepto del yo plenamente autónomo. Hasta hace poco, nadie creyó que podía o debía existir aislado social o espiritualmente de otros seres humanos.
Si bien la calle de un pueblo o ciudad fue antaño un lugar donde uno esperaba encontrarse, literal o figurativamente, intercambiar cumplidos y, sí, comprobar su aparente bienestar, ahora es cada vez más un lugar donde el ideal pragmático de desplazarse de un sitio a otro de la forma más eficiente posible es el principio rector.
Lo mismo puede decirse de los intercambios comerciales básicos, minados por los sistemas de pago automático y otras tecnologías de distribución que han eliminado la charla abundante y humanizadora que antes se producía en las cajas o en los mostradores de carne, verdura o pescado.
En resumen, nuestros espacios públicos son cada vez más lugares a los que vamos, no para ser apelados o transformados mediante el diálogo, sino para realizar tareas individuales en solitario, pese a que lo hagamos con la presencia accidental de otros seres anónimos.
Otro factor, quizás más importante, en nuestra creciente indiferencia hacia la autopresentación estéticamente agradable es la idea, inculcada por la industria publicitaria, de que lograr la belleza que uno estaría orgulloso de exhibir en público, casi siempre implica un gasto cuantioso en productos y procedimientos caros. Y como la mayoría de las personas no tienen el dinero necesario para acceder a lo que les han dicho que es el umbral mínimo de esta Belleza Verdadera™ fabricada, simplemente se dan por vencidas.
En esta burda mercantilización de la estética se pierde un ideal importante y ennoblecedor de larga tradición cultural: la búsqueda de la elegancia.
Aunque a menudo se confunde (¿intencionadamente?) con el tipo de glamour comprable descrito anteriormente, la elegancia es algo muy, muy diferente.
Mientras que la búsqueda del glamour consiste en adornar un yo presuntamente inerte con adornos externos para crear una imagen artificial que evoca constructos de belleza similares, aunque igualmente artificiales, en los demás, la elegancia es el resultado de un proceso de consciencia personal y alquimia basado en un cuidadoso análisis de lo que uno es y de los atributos particulares que uno aporta, para luego encontrar la manera de resaltarlos de la manera más poderosa y sencilla.
Pero, ¿qué pasaría si, entre el hogar, la escuela y el mercado, nunca recibiéramos ninguna pista sobre cómo vernos a nosotros mismos a la luz de las fuerzas trascendentes que han dotado al mundo y a la vida humana de una heterogeneidad asombrosa durante millones de años, y en cambio, recibiéramos taxonomías rudimentarias que agruparan a las personas en categorías rígidas de comportamiento y actitud basándose en los rasgos físicos más superficiales?
En un mundo tan reductivamente "establecido", ¿dónde encontraríamos siquiera la chispa o el impulso para iniciar el proceso de autodescubrimiento, preludio necesario para el desarrollo de la elegancia? Nunca llegaríamos a poder transformarnos en nosotros mismos. Seríamos como la mayor parte de gente hoy en día, seres desprovistos de la idea, tan digna como básica, de que todos tenemos algo significativamente único que aportar.
Y probablemente expresaríamos esta rendición interna a la lógica de la cultura de masas en nuestra forma de vestir y en la forma en que nos dirigimos a los demás, tratándolos, no como las potenciales fuentes de sorpresa e iluminación que son, sino como simples elementos del gran y anodino algoritmo de la existencia humana.
Sí, la elegancia importa, no solo porque hace que el mundo sea más agradable estéticamente, sino porque nos permite resistir a la homogeneización inhumana en estos tiempos en que las élites obscenamente poderosas intentan, con sus propias y nefastas razones, convencernos (paradójica y cruelmente bajo el lema de la diversidad) de que todos somos intercambiables y, por lo tanto, prescindibles. Eso no es cierto. Todos llevamos dentro la capacidad, una vez que redescubrimos nuestros propios dones de autoría, no solo de iluminarnos a nosotros mismos, sino también de inspirar a quienes conocemos en público a que también comiencen el proceso de intentar descubrir quiénes son y por qué están aquí.
Sobre el autor
Thomas Harrington es catedrático emérito de Estudios Hispánicos en Trinity College en Hartford, Connecticut en los EE.U.U, así como Senior Brownstone Scholar, Brownstone Fellow y co-fundador de Brownstone España. Su investigaciones académicas se centran en los movimientos ibéricos de identidad nacional, las relaciones culturales intra-ibéricas y las emigraciones ibéricas hacia las Américas. Sus escritos sobre la política y la cultura han aparecido con frecuencia en la prensa estadounidense, así como en varios medios de comunicación en España. Es autor de cinco libros, siendo el último de ellos The Treason of the Experts: Covid and the Credentialed Class (2023). Varios de sus artículos de prensa y una muestra de su fotografía se encuentran en Words in The Pursuit of Light. Se puede acceder a una selección de sus trabajos académicos en https://trincoll.academia.edu/tharrington
Thomas Harrington, siempre es un placer leer los artículos que escribes. Gracias por este sobre la elegancia.
He de continuar mirándome al espejo para asegurarme de que mi luz brilla para mí y para otros.