“(…) en nombre de la innovación, estamos entregando a nuestros hijos a una dictadura digital silenciosa, que amenaza con ser más profunda que cualquier tiranía militar.”
En un rincón silencioso del mundo, donde antes resonaban risas, discusiones y juegos, ahora brillan pantallas azules. En nombre del progreso, hemos dejado que las tecnologías digitales se sienten en el trono de la educación. Y aunque muchos aplauden este avance, pocos se preguntan qué estamos perdiendo por el camino.
La promesa era atractiva: accesibilidad, eficiencia, conectividad global. Pero el precio ha sido alto: relaciones diluidas, diversidad cancelada, humanismo desmantelado. En lugar de comunidades escolares vibrantes, se erigen ahora sistemas centralizados, fríos y programados, diseñados no para formar seres humanos, sino para optimizar la rentabilidad de una maquinaria corporativa.
Las grandes empresas tecnológicas —Google, Microsoft, Amazon— han extendido sus tentáculos sobre el sistema educativo, disfrazadas de benefactoras digitales. Sin embargo, bajo su manto, se esconde un modelo distópico: la educación convertida en industria, los niños en datos, los profesores en operarios. ¿Qué puede enseñar un algoritmo sobre empatía? ¿Cómo puede un software cultivar la imaginación o sanar una herida del alma?
Una computadora no puede mirar a un niño a los ojos. No puede abrazar, ni detectar el brillo del talento que aún no sabe nombrarse. La verdadera educación necesita presencia, necesita contacto, necesita humanidad. Necesita que alguien diga: “Te veo. Creo en ti. Estoy contigo. Te acompaño”.
La estandarización digital aplana la riqueza de lo diverso. Todos deben aprender lo mismo, al mismo ritmo, con el mismo dispositivo. Así, se destruye la singularidad que cada niño trae como un regalo oculto. Se margina la artesanía del aprendizaje. Se impone la lógica del rendimiento, en lugar del gozo por descubrir.
Y lo más alarmante: estas plataformas no sólo educan. Espían, recopilan y manipulan. Rastrean hábitos, modelan conductas, crean perfiles. Los estudiantes de hoy son las minas de datos del mañana. Y mientras tanto, en nombre de la innovación, estamos entregando a nuestros hijos a una dictadura digital silenciosa, que amenaza con ser más profunda que cualquier tiranía militar.
¿Queremos realmente que el futuro de nuestros hijos dependa de empresas que ven al ser humano como un riesgo estadístico o una oportunidad de negocio?
Frente a esta deriva, urge un acto de resistencia creativa. Debemos invertir en escuelas pequeñas, en más maestros y menos dispositivos. Volver a la tierra, al arte, al juego. Permitir que la tecnología acompañe, pero no domine. Que sea herramienta, no fin. Que amplifique la educación, sin reemplazarla.
Educar es formar seres humanos completos: sensibles, conscientes, conectados. No basta con saber operar una máquina; es necesario aprender a vivir, a convivir, a cuidar.
Si no actuamos ahora, podríamos despertar en un mundo donde los algoritmos decidan qué aprender, cómo pensar y a quién amar. Pero aún estamos a tiempo. A tiempo de elegir el alma sobre el algoritmo. La vida sobre la pantalla. La humanidad sobre la máquina.
(Publicado en Última Hora y reproducido con permiso del autor)
Sobre el autor
Guillem Ferrer. Activista mallorquín. Fundador del movimiento Poc a Poc y de la fundación Educació per la Vida.
Muy cierto, gracias. Lo que más me sorprende acerca de este fenómeno es que, sin permiso, sin acreditación, y sin oposiciones, le hayamos dado el pase de mediador al 'agente digital'.
Para nuestros hijos e hijas esto tan solo se presenta como un juego, como juguete, interactivo sí, pero, como tu bien dices, sin vida. Y los problemas que conlleva y que aún no vemos bien (similar a la adopción de smartphones en su época) son extremos.
El juguete IA ofrece una vida sin fin, restringida tan sólo por la invisible fuerza de acceso a una fuente de poder que parece transcendente: la electricidad. Esta demuestra un poder ya aceptado que le hemos dado nosotros y que no duerme ni deja dormir. Es verdaderamente la nueva diosa, infinita, poderosa, asidua, y omnipresente, o por lo menos, eso es lo que, a pesar de la obvia falacia y pruebas de lo contrario tan recientes, nos autorizamos a creer.
Pero la base IA tiene aún otro cómplice más infernal que es el lenguaje mismo. Los LLMs nos hablan y nos dejan revestir de emoción, pasión, amor y penas a todo lo que su eterna discusión es capaz de ofrecernos. Y nosotros, nuestros hijos e hijas, repletos de un 'si mismo', de una 'identidad' que ya no podemos distinguir del verdadero yo, caemos en la trampa y nos abandonamos en juegos a ese poder de dictadura metamilitar de la que nos previenes.
Todo resulta mucho más complicado cuando abandonamos a nuestro ser y lo intercambiamos por lo que nosotros mismos hemos creado en la trampa de inteligencia.
Oh thank you for having your works in Spanish and English. As a student of the Spanish language I read both, and listen to this in Spanish.