En una era saturada de información, la educación está siendo reducida a un proceso mecánico: llenar de datos mentes vacías, como si el conocimiento fuera algo externo que debe ser insertado a la fuerza. Pero educar —en su sentido más hondo y humano— no es llenar, es despertar. No se trata de imponer desde fuera, sino de revelar lo que ya habita en el interior de cada ser.
La raíz etimológica de educar, del latín educo, significa “sacar hacia fuera”, “conducir desde dentro”. Es decir, el acto de educar implica reconocer que dentro de cada niño y niña hay una semilla de potencial, única e irrepetible, que sólo necesita condiciones adecuadas para florecer. Así como el jardinero no le enseña a la semilla a convertirse en árbol, sino que crea el entorno propicio para su crecimiento, el verdadero educador acompaña sin imponer, cuida sin moldear, observa y nutre con amor.
Sin embargo, la educación actual, atrapada en un paradigma utilitarista, ha olvidado este principio vital. Hoy se prepara a los jóvenes para competir, para producir, para adaptarse a un sistema. Se les educa para tener éxito profesional, pero no para vivir con sentido. En el proceso, se pierde la conexión con la Tierra, con el cuerpo, con los otros, con la propia alma.
El resultado es una generación de adultos técnicamente capacitados, pero emocionalmente desnutridos. Sabemos operar máquinas, pero olvidamos cómo tocarnos el corazón. Sabemos calcular, pero no acompañar. Sabemos hablar, pero no escuchar.
Reinventar la educación es una urgencia espiritual y cultural. Necesitamos aulas vivas, donde la mente no se divorcie del alma, donde el arte, la contemplación y el oficio tengan tanto valor como las ciencias exactas. ¿Qué pasaría si enseñáramos a los jóvenes a cultivar alimentos, a cocinar juntos, a mirar las estrellas, a escribir, a hacer música? ¿Y si en lugar de premiar únicamente el rendimiento, fomentáramos la empatía, la cooperación, la imaginación?
Educar debe ser formar seres humanos completos: capaces de pensar con claridad, de sentir con profundidad y de actuar con propósito. Enseñar a convivir con la incertidumbre, a encontrar belleza en lo imperfecto, a fallar sin miedo, a crear desde el asombro. Porque la experiencia —la verdadera— no se transmite: se vive. Se encuentra en el barro, en el error, en la risa compartida, en el hacer con las manos.
La educación no es un pasaporte al éxito, sino una brújula para el alma. No sirve para acumular títulos, sino para descubrir la vocación, lo que nos hace vibrar, lo que podemos aportar al mundo.
Estamos llamados a recuperar el alma de la educación. A recordar que no formamos engranajes para una máquina, sino guardianes de la vida. Si sembramos hoy este nuevo paradigma, tal vez mañana florezcan generaciones más sabias, más compasivas, más libres. Porque sólo quien ha florecido desde dentro puede ayudar a otros a florecer también.
(Publicado originalmente en Última Hora y reproducido con permiso del autor)
Sobre el autor
Guillem Ferrer. Activista mallorquín. Fundador del movimiento Poc a Poc y de la fundación Educació per la Vida.
Si realmente cree que la educación de hoy forma para el trabajo, es porque no tiene idea de lo que sucede hoy puertas adentro de las escuelas. Por otra parte, considerar que educar consiste en crear las condiciones para que cada uno «florezca» es dar crédito a esa idea rousseauniana de que todo niño nace bueno y la sociedad lo corrompe. Creer que todo niño es capaz de formular por sí solo el teorema de Pitágoras o la teoría de juegos si se le crea las condiciones y el entorno necesario es no tener ni la más remota idea de qué es educar. Necesita bajar a Tierra de manera urgente para encontrar los verdaderos motivos de la ignorancia colectiva y la deshumanización de las personas.