Por Xisela Franco
“Tener esperanza significa estar dispuesto en todo momento a algo que aún no ha nacido”.
(Erich Fromm, La revolución de la esperanza. 1970).
Imagen: Angelus Novus. Paul Klee. 1920.
Si es verdad que estamos al borde de un precipicio, el vértigo dificulta ver la oportunidad que se abre al otro lado. Se nos pide mirar al abismo de frente y efectuar un temido salto mortal. No es una acción fácil. Dar ese salto implica aceptar la sombra de la historia, el horror pasado, el presente, la catástrofe, y sobre sus ruinas lanzarse a nombrar lo desconocido. Sabemos que así evoluciona la humanidad, cuando el ser humano, a partir de la destrucción, se lanza a inventar el porvenir. Pero la situación es más global que nunca antes, no estamos ante un desastre cualquiera, éste afecta a una civilización, la del materialismo occidental capitalista, que se expandió por el mundo imponiéndose como si fuera la única forma de estar en la tierra. Estamos por tanto ante un momento significativo que supone una sacudida, un shock especialmente para Occidente, aunque afecta toda la humanidad. Es el fin de un ciclo que sucede justamente al cambio de milenio, marcando la caída de una civilización que sucumbe de excesivo progreso por culpa de esa hipérbole racionalista. De ahí la confusión reinante, provocada por la orfandad intelectual, espiritual, ante el cambio inevitable, ya sea éste debido a un colapso económico, político, social, o bien a una transformación psíquica colectiva.
La razón instrumental
Una no quiere ser pesimista, pero esto parece el suicidio de un imperio. Las dos guerras mundiales demostraron qué puede suceder cuando el progreso sin límite se convierte en la meta misma de la evolución humana. En este contexto apocalíptico pienso en la posibilidad de una última gran guerra y recuerdo la frase de Adorno: “La exigencia de que no se repita Auschwitz es la primera de todas en educación”. Que no se repita el fascismo, que no se repita la guerra. ¿Por qué no caminar hacia una paz perpetua?, como propusieron sin caer en la ingenuidad Kant (Sobre la paz perpetua, 1795) o Max Scheler (El puesto del hombre en el cosmos. La idea de paz perpetua y pacifismo, 1927).
Los filósofos de la Escuela de Frankfurt Max Horkheimer y Theodor Adorno reflexionaron en su Dialéctica de la Ilustración sobre cómo había sido posible, en la Europa de la ciencia y la filosofía, una Segunda Guerra Mundial. La primera edición salió en 1944 cuando aún no se conocían las atrocidades cometidas en los campos de concentración ni el uso de cámaras de gas para el asesinato masivo y meticuloso de seres humanos. Encontraron la causa profunda de ese delirio fratricida en lo que llamaron “la razón instrumental”. Para ellos el imperio occidental convirtió la razón, aquella heredera del proyecto cartesiano, en instrumento de dominio, dominio de la naturaleza y de las personas. Si la tecnociencia se pone al servicio del poder y la ambición, ese conocimiento cientificista engendra el horror, como lo fue el Holocausto.
En Dialéctica de la Ilustración, coescrito en su exilio en Estados Unidos, analizan las estructuras sociales y políticas de la modernidad, su decadencia, y señalan los peligros de la cultura de masas, advirtiendo ya en ese momento (sin la aparición en escena todavía de la televisión) de lo que iban a significar las industrias culturales como normalizadoras de narrativas autoritarias. Los medios de comunicación de masas no informan, sino que actúan como medios de control ideológico y de homogeneización. Para ellos el cine de Hollywood se presenta como una máquina de entretenimiento estandarizado que distrae a los espectadores mientras los desactiva políticamente. Por el contrario, existe un arte auténtico, aquel que rompe las convenciones, denuncia la realidad y escapa a la lógica de la dominación. Mencionaron el concepto de “arte experimental”, y siendo yo artista/cineasta de los márgenes, me pregunto qué tipo de cine experimental o forma de vanguardia aceptarían como cine de la resistencia.
¿Se puede salvar la Ilustración?
Siguiendo la reflexión de estos autores, ¿se puede salvaguardar la razón? ¿Nos ofrecen Adorno y Horkheimer alguna clave para superar esa dialéctica de la Ilustración? Sí, veamos: para salvar el proyecto de la Ilustración, la razón, la ciencia, deben cuidarse de estar enfocadas hacia la emancipación. Sin embargo, la emancipación no se logra sin una continua capacidad crítica, que es la que permite la autonomía humana necesaria para resistir las estructuras de dominación. La historia, la memoria histórica, la crítica y la autocrítica, junto con la ética, son herramientas para crear resistencias a la formación de sistemas opresores.
Adorno y Horkheimer revelaron las estrategias de dominación del capitalismo de inicios de posguerra, advirtiendo de los inquietantes rasgos autoritarios que mostraban las democracias capitalistas. El diagnóstico formulado por autores de la Escuela de Frankfurt o de su órbita intelectual (como Walter Benjamin, Erich Fromm, Jürgen Habermas), personalmente, me sirvió como marco analítico cuando era estudiante de filosofía y trataba de entender fenómenos como el nazismo (o el franquismo en el caso de España) y al tiempo me ayudó a articular formas críticas contra el capitalismo sin límites que veía a mi alrededor. La Teoría Crítica también fue útil en mi reflexión sobre el cine, y me llevó a preguntarme por ese componente tiránico (autoritario, colonialista) que subyace bajo el cine, me refiero a su naturaleza medio de comunicación de masas e invento técnico de la modernidad. Quería resolver(me) si esa posibilidad emancipadora del arte, pudiera también alcanzarse con el cine, y qué tipo de cine sería ese.
Tras Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno siguieron desarrollando por separado su crítica a la razón instrumental. Es conocida la Teoría estética de Adorno (publicada póstumamente en 1970), de la que recupero aquí su propuesta de hacer un arte subversivo, un arte que vaya por libre y resista las dinámicas de dominación. En ese sentido el arte experimental posibilita un espacio para la subjetividad, la reflexión auténtica y la libertad. El arte auténtico, la experiencia estética, la belleza, lo sublime, son espacios donde Adorno nos invita a esa experiencia de trascendencia.
El pensamiento de Max Horkheimer evolucionó de un inicial postmarxismo más ortodoxo hacia cierto conservadurismo no dogmático ocupándose entre otros temas del estudio de la dimensión religiosa del ser humano. En su búsqueda de un antídoto contra la razón instrumental, Horkheimer consideró que el olvido de valores éticos y trascendentes que ofrecía la religión dejó a Europa vulnerable al totalitarismo. Aunque critica las instituciones religiosas por su incapacidad de adaptarse al mundo moderno, reconoce que la religión, en su sentido más auténtico como depósito de valores, posee la capacidad para plantear una alternativa simbólica a la decadencia moral de Europa.
En esta línea de crítica a la racionalidad moderna para entender las raíces del fracaso de Europa, resulta pertinente traer aquí a la filósofa española María Zambrano. Ella formula su “razón poética” como propuesta para reconocer la dimensión poética del conocimiento frente el delirio cientificista occidental. Partiendo de la razón vital de Ortega y Gasset (el raciovitalismo), de quien fue discípula, formula una razón que vaya más allá para incorporar lo poético, lo trascendente, en nuestra comprensión de la realidad. Zambrano señala que la tecnificación del lenguaje y de la vida moderna ha generado una desconexión con lo espiritual que conduce a una deshumanización que es la que produce el fascismo. Marcada por la guerra y el exilio, su escritura atraviesa una preocupación por una España desgarrada por el conflicto. Su propuesta filosófica deja ver la huella de la metafísica cristiana, destacando virtudes como la compasión y el perdón como esenciales para superar el abismo ético de la modernidad. Zambrano es una autora infinita, de metáforas sublimes, que escribe como acto de revelación e invita al descubrimiento interior: “escribir es defender la soledad en que se está”, decía en su ensayo Por qué se escribe [3], publicado con 29 años en Revista de Occidente y posteriormente incluido en su libro Hacia un saber sobre el alma.
Pareciera que en este ensayo me he alejado del inicio, cuando nos situábamos frente al abismo, dando la bienvenida a 2025. Sin embargo, en realidad no he hecho otra cosa que, partiendo del presente, girar la cabeza para mirar la catástrofe de frente, como ilustra Walter Benjamin con su alegoría del Ángel de la Historia, representado en el cuadro de Paul Klee Angelus Novus (1920), símbolo de las contradicciones de la modernidad, cuadro de pequeñas dimensiones pero gran simbolismo, que acompañó a Benjamin hasta poco antes de su muerte, cuando en su huida de los nazis lo dejó a Georges Bataille en una maleta en París junto con otros escritos. Después de la Segunda Guerra Mundial pasó a manos de Adorno, quien lo entregó según la voluntad de su amigo Benjamin al estudioso de misticismo judío Gershom Scholem, para terminar en el Museo de Israel donde se exhibe actualmente. Ese ángel que mira hacia atrás, con los ojos bien abiertos, contempla el pasado como una cadena de ruinas, mientras es arrastrado por un viento, el progreso, que lo empuja hacia un futuro que también es catástrofe.
Quisiera invitar aquí a una lectura más luminosa del Angelus Novus, proponer una transformación del dolor histórico que implique la reparación, el perdón, y que permita la redención en el porvenir. Hay que situarse frente al precipicio (manteniendo cierta mirada extraocular hacia el pasado) y desde el presente sentirse libre, soberano, para dar un salto hacia lo nuevo, que siempre es desconocido. El fin de la modernidad nos recuerda que el progreso nunca debe ser la meta, sino el camino hacia la paz.
¿En qué medida podemos observar hoy aspectos del totalitarismo en las democracias occidentales? Muchos estamos de acuerdo en que nunca ha resultado tan evidente como ahora el hecho de que habitamos democracias digitalizadas, tecnocráticas y de vigilancia, democracias enfermas cuyas élites transnacionales para perpetuar su poder utilizan el control biopolítico (Giorgio Agamben) y psico-político (Byung-Chul Han).
Mientras tanto, en el día a día, la crisis económica y el peso de la inflación golpea a los europeos. En España, los precios de los alimentos y la vivienda se han disparado hasta volverse insostenibles, pero la mayoría de las personas apenas logra canalizar su pulsión política dando likes o, últimamente, tecleando frases cortas de despedida en X contra X, ahora contra Meta, o exigiendo confundidos más verificadores de datos: esas empresas privadas que mienten más que verifican. Artistas o influencers de la cultura o del ambiente pseudo intelectual, utilizados por el poder sabiéndolo ellos o sin saberlo, repiten como loros obedientes lo que los medios oficiales les indican. Es el síndrome del esclavo feliz y satisfecho. Mucha gente no sabe que con esta nueva oleada de censura en Europa no se pretende proteger la verdad, ni por supuesto proteger a los niños, sino tener el control de la información y reprimir cualquier crítica que ponga el riesgo el sistema. Pero a pesar de todo lo descrito, esta embestida liberticida no prosperará y se presenta como el acto final desesperado de un mundo que se desmorona.
Termino aquí este ensayo. Si he insistido en el fenómeno del autoritarismo al hilo de pensadores que lo estudiaron, no es porque sea una pesimista obstinada, sino porque siento que atravesamos un momento peligroso que nos exige comprender, una vez más, las condiciones que hacen posible el horror. Es un tiempo que requiere evolución, y ese impulso comienza ante todo en el plano interior. Los días precipitan cambios significativos que antes hubieran tomado años. El tiempo se acelera, como el agua que se antes de caer por una catarata se vuelve vertiginosa. Podemos, como individuos, como humanidad, despeñarnos al vacío final, o por el contrario, mirar adentro, perder el miedo a la muerte y en un acto de valentía, aprender a volar hacia lo desconocido.
Surge por tanto hoy la necesidad y la obligación de trascendernos a nosotros mismos, algo parecido a un salto de conciencia, tanto individual como colectivo. En ese sentido el arte auténtico del que hemos hablado, aquel que se sitúa fuera de las estructuras de poder, adquiere sentido profundo: el arte como experiencia de trascendencia, como fuerza capaz de crear nuevas metáforas para el mundo que está por venir. Solo será posible alzar el vuelo a un futuro que no sea destrucción, si en un acto de fe, activamos la esperanza. Una esperanza radical que es a la vez desesperanzada porque tiene conciencia histórica, pero que sobre todo es esperanza futura para una conciencia poética y creadora.
Sobre la autora
Xisela Franco es cineasta con amplia experiencia en el ámbito del documental y cine experimental. Programadora en festivales gallegos como Play Doc o S8 Mostra de cinema periférico. Licenciada en Comunicación Audiovisual y posteriormente en Humanidades en Madrid, se muda con una beca de postgrado a Toronto y cursa un MFA en York University (Canadá). Actualmente es profesora de cine en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Vigo. Colabora con su sección Peninsulae en la revista de pensamiento crítico uruguaya eXtramuros, en la que publicó una versión más extensa de este artículo.
Magnífico artículo, en mi opinión.
Tengo fe en una salida liberadora; en que esa esencia humana que nos lleva a afirmarnos cuando nos sentimos apresados se manifieste. También en que la vida de ninguna manera se deja someter a patrones o a voluntades, aunque no veo fácil la reacción. Creo que aún estamos a tiempo de desarrollarla de una forma ordenada, pero podríamos acabar en el caos a nada que nos despistemos. En cualquier caso, me parece apasionante vivir este momento, a pesar de las amenazas que se ciernen sobre la humanidad y su sueño de paz y libertad.